In memoria
A
finales del 2014, escribí un texto para ese vecino incómodo que era
Assad. Incómodo para
nuestras conciencias, ¿para
qué negarlo? Porque lo veíamos deteriorarse más
y más, en los diez años u
once, que formó parte del
paisaje del barrio,
de las calles aledañas a la Biblioteca de
Can Mariner, de la Plaza
Ibiza, de las paredes donde se acurrucaba
para dormir de día, del cajero de la sucursal bancaria
de la calle de Horta. Dicen, quienes lo veían a través, de los
cristales de sus tiendas, o desde el mostrador de la Biblioteca, día
a día, dar vueltas por
allí, que trataron de
ayudarle a conseguir un lugar donde dormir. Pero, que él insistía
en quedarse a la intemperie. Recuerdo, verlo echado, dentro del
agujero de un árbol
y detenerme
junto a otro vecino porque lo creímos muerto. De eso hace ya un par
de años, tal vez. Llamamos
a la guardia urbana, llegó una ambulancia. Lo
recogieron, como hicieron otras veces, pero,
Assad insistía en la vida
que, se dirá, había elegido. ¿Elegido? ¿Quién elige dormir sobre
la acera, mear o defecar en cualquier rincón, no tener un lugar
donde asearse… y acompañarse del mundo que evoca los vapores del
alcohol de un cartón de vino? Hubo algo en su vida que se torció,
que le arrojó fuera del lugar que alguna vez debió
ocupar, de su familia; porque dicen también,
que tenía familia. Y
que, de vez en cuando, un hombre, su hermano, lo visitaba. Y que su
vida en la calle comenzó cuando su novia dio al hijo de ambos en
adopción…Una vez más,
una mujer culpable de una caída. Quizás, o quizá pura leyenda que
se teje, ahora que está muerto. Pero, hay
algo más profundo en todo eso, una herida que marca la vida de las
personas que dan vueltas por la calle. Hay una miseria de todo que,
en cualquier momento, nos corta
el devenir: sin casa, sin amigos, sin nada a que agarrase.
Y, hace unos días, Assad fue
hallado muerto, no de enfermedad como algunos vaticinábamos, ni de
frío como podría esperarse, y como si esto fuera lo normal, sino
apuñalado. Lo mataron, a
Assad, que
a pesar de toda su locura de alcohol, nunca
fue agresivo. ¿Quién
lo apuñaló ? ¿Por qué? En Barcelona, dicen las estadísticas, han
muerto
69 personas que viven en la calle, en
el último año. ¿Mueren de
enfermedad, por agresiones? Más de 4000 personas deambulan por
nuestra ciudad,
como Assad, ante la mirada impotente y esquiva de todos nosotros.
¿Qué hacer? Es sencillo, cambiar el sistema corrupto en el que
estamos inmersos, donde hay personas que se han enriquecido gracias
a las crisis que vamos superando, o que nos van hundiendo. Pero,
¿mientras tanto? ¿Es tan difícil, acaso, abrir espacios, en todos los barrios, donde a
quienes han dejado sin
techo, pudieran encontrar un lugar donde relacionarse, donde hablar
con alguien? Parece que sí.
Los sin techo no votan. Y un lugar así: La Casa África acaba de ser
desalojada por la fuerza policial que
arremetió contra vecinos y habitantes del lugar.
Y los lobbys inmobiliarios, una vez más, han triunfado. ¿Qué sera
de todos
aquéllos
que vivían allí? ¿Cuántos de ellos se convertirán en vecinos
incómodos, como Assad? ¿ Cuantos de ellos con su deambular, con su
cartón de vino, con su cuerpo arrinconado contra un muro, nos
señalarán la injusticia de una sociedad que crea personas
desechables, como esos cartones de vino a los que se agarran para
sobrevivir. Descansa en paz, Assad y espero
hayas encontrado en tu sueño eterno, un buen vino en
botella y una cama más blanda que el suelo de las aceras de
Horta.
En un bosque de
la China...todo cambia cuando menos lo esperas. (2014)
Cruzaba la plaza
Ibiza, a la altura de la zapatería. Caminando al estilo de los
raperos del Bronx: los hombros encogidos y un deslizarse como
saltando las olas bajitas de una playa. Me recuerda a la Mota, la
gitanita que vivía con su familia muy cerca de mi casa. Su cara
ancha y oscura, su mirada de párpados pesados, el pelo tan negro ¿Y
si fuera su hijo? O su propia reencarnación, tal vez. ¡Pobre
Mota!, no tener suerte ni en su vida anterior ni en esta, porque en
aquella casa de madera donde vivía, ¡hacía tanto frío!; y ella,
la más pequeña de todas las gitanitas que se amontonaban en la
vivienda, era la más desgraciada, la que sufría todos los abusos de
sus primos y primas… incluso de mi misma que jugaba con ellos. Sí,
pensé en la Mota, desharrapada y descalza, con su enorme barriguita
oscura y sus cachetes mocosos y partidos por el viento helado…se le
parece tanto. Él pasó a mi lado, cantando en inglés a voz en
cuello-el cartón de vino preso entre sus dedos-: All things
change, When you don’t expect them to. No
one knows, What the future’s gonna do… I can’t take my eyes
off you… (Todas las cosas
cambian, cuando menos te lo esperas...No puedo quitar mis ojos de
tí).
Es joven, sigue
siéndolo a pesar de los ¿dos años, más? que duerme en los cajeros
automáticos del barrio. Su preferido, casi su “habitación
propia”, era el de La Caixa de Feliu i Codina, pero la cerraron.
Un día vi que unos hombres salían de allí cargando los sillones
negros con patas de ruedas; el escritorio del delegado de la
sucursal, el mostrador que recibía a los clientes, desarmado.
Pintaron los cristales de blanco, quizá, para evitar,
pudorosamente, el espectáculo de la decrepitud inmediata en la que
caen las sucursales bancarias abandonadas. Le había visto dormir
allí, noche tras noche, algunas solo, en invierno envuelto en una
manta y sobre un cartón. En verano sobre las baldosas, los pies
descalzos y a su lado, en un orden conmovedor, las zapatillas. Las
plantas de los pies, a veces, admirablemente limpias, otras, con
costrones oscuros. Supongo que depende de la disponibilidad de la
ducha del albergue público, o de su estado de ánimo, variable según
la cantidad de vino o de porros con los que se nutre. Cuando el
tiempo era benigno le vi compartir su cajero. Lo hizo con hombres,
que cómo él, daban vueltas por allí. Pero, la compañía le solía
durar poco. Llevados por la búsqueda de un destino menos fijado a un
barrio, como parece estar el suyo, sus compañeros iban
desapareciendo.
Uno de esos, con
los que supo compartir sus noches, parecía mucho mayor que él, más
avezado en engañar a los vecinos que se les acercaban, ya para
amonestarlos por un comportamiento escandaloso, o por arrojar
palabras soeces a las jovencitas que pasaban. Él parecía sólo
interesarse por la bebida y los diálogos que arrojaba al aire, en un
idioma difícil de entender, mezclado con improperios en inglés. No
eran vecinos fáciles, como lo son algunos menesterosos
agradecidos de la caridad que inspiran. Ellos, en cambio, durante
aquellos días exhibían con desparpajo una moral incierta, sobre
todo el de más edad al que se le veía un mayor interés por las
jovencitas del barrio, mientras que de noche, a la luz del cajero,
hojeaba revistas con fotos de muchachos musculosos. Hacían lo mismo
que la mayoría de los hombres jóvenes que vienen a Barcelona a
pasar vacaciones: expresaban sus deseos sexuales, bebían juntos y
armaban pequeñas juergas que consistía en cantos de borrachos. O,
incluso, una madrugada se le vio a él, al joven, saltar alegremente
sobre el techo de los coches estacionados por allí… El apart-hotel
era para ellos el espacio del cajero de la calle Feliu i Codina.
Aunque, ateniéndome
a un intento de exactitud en el relato, debo dejar constancia de que
por allí también supieron hacerle compañía un par de esos pobres,
a los que socorremos sin problemas, sin que su auxilio nos descubra
las contradicciones de nuestros sentimientos hacia ellos. Eran “sin
techos” modélicos: agradecidos, limpios, a la mañana cuando
marchaban dejaban el espacio del cajero sin un cartón, sin restos de
comida, sin nada que delatara la incómoda visión de sus presencias
nocturnas. Ellos saludaban con cortesía y agradecían con una
pequeña reverencia todo aporte. De día se fundían con el paisaje,
españoles sin trabajo, sin casa, deambulaban como tantos otros y
podían charlar sin acentos extraños, sin cartón de vino en la
mano, codo a codo con los ancianos que frecuentan, en horas
laborables (para los que aún conservan sus labores), en la plaza
Ibiza. Pero ellos marcharon rápido, como todos pobres modélicos
pasan por nuestra vida dejando sólo una imagen amable. De esta
manera nos ahorran la visión de la decadencia de quienes permanecen
durante meses o años en las mismas calles que frecuentamos,
ofreciendo el espectáculo del desgaste que se ensaña con sus ropas,
con sus cuerpos, con sus gestos, que poco a poco se van
transformando en más y más desesperados y solitarios. Porque la
miseria solitaria y sin futuro nos repele, le huimos, como a la
locura, porque ella es la misma imagen de la locura y como ella, a
veces, se comporta.
Así, el moreno
alto,( se llama Assad, me lo dijo el personal de la biblioteca de
Horta), va curvándose, día a día, con el peso del cartón de vino
que con más frecuencia acompaña su deslizarse de rapero, exhibiendo
sus largas jornadas de divagar por las inmediaciones de la plaza
Ibiza, entre discusiones con seres invisibles para los que pasamos a
su lado. A pesar de todo, su vida, en los intervalos en los que
desaparece, es un misterio. Hay quien lo ha visto recostado en el
cajero, escribiendo sobre un ordenador nuevo y blanco, que a la noche
siguiente ya había desaparecido. A veces lleva un móvil que también
desparece de sus manos al día siguiente, igual que su ropa, que va
cambiando, o alguna manta con la que se cubre sólo un día, ya que
al siguiente también ha desaparecido.
Pero, algo ocurrió
en su cotidiano de borracheras y cajero nocturno. Algo nuevo que
mostrar y que quizá nos estaba anunciando el día que cantaba a voz
en cuello que: All things change, When you don’t expect them to
… ( Todas las cosas cambian, cuando menos te lo esperas). Fue al
comienzo de este otoño, un día después del cambio de hora. Assad
había encontrado, al fin, un cálido refugio. No es que en un
cajero del barrio hayan instalado calefacción y una cama nocturna,
desplegable para los sin casas que duermen allí. No, el cálido
refugio es un pecho humano donde recuesta su cabeza. Un mullido pecho
de joven, pequeña y redondita, como es la gente del altiplano de
los Andes.
Bajar desde las
cumbres cubiertas de nubes de América Latina, cruzar un océano,
pasar años compartiendo pisos miserables, fregando suelos ,
cambiando pañales a viejos y a bebes ajenos.. Y, al final, la
calle. La calle y el calor alcohólico del muchacho alto y de
mofletes encendidos. Como en el bosque de la China, se encontraron
los dos perdidos.
Los vi sentados en
el umbral de la puerta de un aparcamiento, en la calle Chapí. El
sol, que se iba apagando por todo el barrio, recortaba aún una
figura luminosa y precisa sobre aquel espacio. Allí, los dos
refugiados habían ido a buscar el último retazo de calor que el
atardecer de otoño les regalaba. Él reclinaba su cabeza contra el
pecho de la chica, y ella- la mirada fija, alelada- le acariciaba los
cabellos mientras apretaba una de sus manos. Los dos exhibiendo su
historia de amor en el lugar más prosaico del barrio, sin abrigos,
sin palabras. Ella, con su peinado pulcro, que partía en dos sus
cabellos atados a la nuca. Tan bella, tan joven, recién incorporada
al devenir de los sin techo, demasiado limpia aún, demasiado
inocente su actitud y su mirada. ¿Qué se explican? ¿Qué sueños
comparten?
El día 25 de
noviembre los vi otra vez, era ya noche cerrada, esta vez
compartían el banco de la calle del Vent, frente al jardín de la
biblioteca de Can Mariner. Dentro del jardín se recordaba, con
discursos y claveles, los hechos cotidianos de violencia hacia las
mujeres: las muertas por sus compañeros, las criaturas huérfanas o
víctimas también de esa misma violencia. Afuera, continuaban
sentados sobre el banco, la chica que bajó de los Andes miraba hacia
el lado del Turó de la Peira, el alto flaco y moreno miraba hacia
el suelo con el cartón de vino en la mano, parloteaba aires de
reproche.
Foto archivo personal