jueves, 10 de abril de 2014

A Ítaca con los camaradas

Décima epifanía


Hasta que comencé ese viaje rumbo a Grecia, no me di cuenta de que para mí la vida se gozaba solamente en la imaginación. Los momentos más plenos de mi infancia habían sido aquellos en los que leía Mujercitas por las tardes, cuando volvía del colegio, echada sobre la cama de mis padres y mientras mordía una manzana. Recuerdo la escena con una sensación de bienestar absoluto. Pero durante el verano de 1976 viajaba desde París hacia Grecia en un viejo coche que conducían por turnos dos “camaradas”, estudiantes como yo en la Universidad de Vincennes. Formábamos parte de la “célula” del distrito XVIII, de un partido de la izquierda revolucionaria. Yo iba en el asiento trasero junto a Muriel –ya que entre mis tantos vacíos estaba también el de no saber conducir. Muriel, “otra camarada”, era sindicalista. No sé qué grado de importancia daba ella a su militancia obrera, pero durante el viaje demostró que lo que más le interesaba era comer y dormir.

Gilles y Jacques, en cambio, eran militantes modélicos. Un orgullo para el Partido, que aunque pequeño, tenía vocación internacionalista. Estudiaban historia contemporánea, pero sus conversaciones, monotemáticas, giraban siempre en torno al conocimiento que tenían acerca de los miles de grupúsculos en los que se habían dividido los partidos comunistas de Europa, América, África y Asia. Presumían y se desafiaban entre ellos, apostando en torno a las siglas con las que se reconocían, y ni bien divisaban una pintada callejera, donde asomaban semiborrados una hoz y un martillo o un puño cerrado, ellos descifraban las letras que acompañaban los símbolos e inmediatamente demostraban saber el nombre completo del grupo. Sabían también en qué momento de sus historias se habían decantado por el maoismo, el trotskismo, o bien habían optado por el lambertismo o el guevarismo. Recitaban de corrido el nombre de sus secretarios generales y cuál había sido el por qué de la escisión. Y nada entusiasmaba más a aquellos chicos que la promesa de llegar a Atenas, no porque allí nos esperaran los restos del origen de nuestra cultura, sino porque nos reuniríamos con un grupo de compañeros. Éstos, habiendo estudiado en París, hablarían un correcto francés y nos darían las últimas noticias sobre el futuro de nuestro partido, el cual estaba por, o había entrado ya, a formar parte del PASOK en una estratégica coalición que estaría estrechamente vigilada para no contaminarse de socialdemocracia. A Jacques le brillaban los ojitos cuando hablaba de aquello, y una inmensa alegría ruborizaba sus mejillas al contabilizar los votos que, seguramente, alcanzaríamos unidos, mole de izquierdas que arrasaría en las próximas elecciones helenas. Gilles, en cambio, además de su entusiasmo por el destino histórico del proletariado, tenía pensamientos más prosaicos. Según fui comprendiendo, poco a poco, una chica norteamericana con la que había compartido sus anteriores vacaciones lo había dejado profundamente conmovido. Con ironía reflexionaba sobre el origen espurio de Liza -ese era el nombre de la yankee a la que Gilles no dejaba de nombrar y comparar conmigo durante todo el viaje. Liza, al igual que yo, nunca había probado el steak tartare, y le daba asco comer bocadillos de carne cruda, que ellos, y por supuesto Muriel más que ninguno, engullían con gran gula y regocijo ante mis remilgos. Liza tampoco hablaba bien francés, y se equivocaba en cosas que les hacía reír mucho. Y así, cada vez que yo no empleaba bien una frase o marcaba mis diferencias de extranjera, aparecía el fantasma de Liza evocado por Gilles. En aquel momento no me di cuenta de que lo que en realidad pasaba era que Gilles añoraba a Liza, que hubiese preferido a mi presencia. Liza, con la que años después se casó traicionando la causa del proletariado al irse a vivir junto a ella en la sede central del imperialismo capitalista.

Fue un cuarteto desgraciado el que formamos durante aquel verano. Gilles y Jacques habían nacido el uno para el otro, a pesar del espectro de Liza que ya planeaba sobre ellos. Pero en esta época aún no se habían dado cuenta de ello y, felices en sus múltiples coincidencias, demostraban una compresión mutua y una complicidad sin límites. Ambos eran igual y absolutamente previsibles y previsores. Todo lo habían dispuesto de antemano, aunque sospecho que era Jacques quien había diseñado el plan de viaje. Llevaban un cuaderno donde día a día habían anotado el recorrido que seguiríamos. Posibilidades de pernoctar, parajes donde detenernos y, sobre todo, cuánto debíamos gastar, medido al centavo. No estaba permitido alterar el recorrido, ni sobre todo desertar, ya que los gastos estaban repartidos entre cuatro, y cuatro debíamos ser al volver a París justo un mes después.

Muriel era callada. No creo que tuviera una gran vida interior, o al menos no se le notaba, ya que siempre estaba de mal humor. Y cuando no lo estaba demostraba, con profundos bostezos, lo poco que el paisaje y nosotros le importábamos. ¿Por qué aceptó aquél viaje? Quizá porque se le acababa el contrato de alquiler de su deux pièces y pensó que en julio no encontraría nada. Yo que soy dada a las largas conversaciones nocturnas, llegada la noche, me quedaba fuera de la tienda que compartía con ella, pues inmediatamente después de enfundarse en su saco de dormir comenzaba a resoplar y ya no abría los ojos hasta el día siguiente a las once de la mañana.

De aquel comienzo de viaje recuerdo la serena belleza del paisaje estival Mediterráneo, la exuberancia de las adelfas, de color rosa intenso, el aire salado que refrescaba mi cara y las canciones de Leonard Cohen, quizás el único gusto que compartía con Gilles y Jacques. Muriel era la primera vez que escuchaba a Cohen y tanto le daba si en el coche sonaba su música o la de Maurice Chevalier.

Una tarde me enamoré de Gilles. Habíamos parado a hacer pic-nic a orillas del Mosa cerca de Domremy, la aldea donde nació Jeanne D’Arc. Hacía calor y estaba en una época en la que me sentía bien conmigo misma. Creo que esto me permitía enamorarme, ya que pensaba que otros también podían darse cuenta de lo dispuesta que estaba a ello. Jugaba a tirar piedras al río para hacer que rebotaran, pero no conseguía hacerlo. Entonces Gilles se acercó a mí y tomándome por la mano me explicó cómo lanzarlas. Estuvimos entretenidos en aquél juego casi una hora, mientras Muriel dormía la siesta y Jacques revisaba los planos de carretera.

A partir de aquel momento viví pendiente de las miradas de Gilles. Fue como agregar brillantez a aquel paisaje que me tenía profundamente conmovida. Desde ese momento todas las estupideces del viaje -como no visitar las ciudades por donde pasábamos, o buscar durante horas el restaurante más barato, en vez de conformarnos con fruta o bocadillos -se las achacaba al necio de Jacques.

Llegamos a Grecia, después de atravesar Italia y lo que aún era Yugoslavia, que veía maravillosa y presentía llena de tesoros ocultos a los que no me estaba permitido acceder, puesto que la cita era en Atenas y allí debíamos llegar el día y a la hora señalados para la reunión.

Al fin entramos a la antigua ciudad helénica ante mi total desilusión, pues no sé qué me había imaginado, pero por supuesto no aquella ciudad moderna y sosa.

Nos recibieron los camaradas que vivían en un barrio alejado del centro, eran simpáticos y algunos hablaban un francés muy fluido. Aquella noche fuimos a beber vino de resina a la Plaka, el barrio antiguo, donde sí encontré lo que mi fantasía había imaginado de la palabra Atenas. Charlamos animadamente durante horas y horas. Cuando volvimos de madrugada a la casa que amablemente nos habían prestado, extendimos nuestros sacos de dormir en el salón comedor, los cuatro, uno al lado del otro. Yo elegí acurrucarme muy cerca de Gilles con la esperanza de que esa noche me estrechara entre sus brazos, pero no lo hizo a pesar de que debió sentir mis efluvios amorosos, que surcaban el tejido de mi saco de dormir para ir a estrellarse contra el suyo.

A la mañana temprano nos fuimos de aquella casa sin desayunar, tomamos un café en el barrio antiguo a donde los hombres, sentados ante máquinas de coser, pedaleaban incesantemente sin levantar la cabeza. Subimos a la Acrópolis, pues estaba dentro del programa. Me senté allí entre las ruinas y fue como entrar dentro del libro de historia del arte. Las cariátides del Erectión estaban vendadas, pero asomaban sus partes aún reconocibles. Me parecía extraño haber llegado allí desde mi barrio de Buenos Aires -cerca del Puente Lacarra- al Partenón como si nada hubiese pasado por el medio. Allí, yo contra tanto cielo azul y tanta piedra blanca. Me olvidé de Gilles y de que estaba enamorada, no quería que nadie me hablara, sólo quería estar allí y darme cuenta de ello.


A la hora de volver ellos, los varones, que todo lo tenían ya planeado, decidieron que tocaba ir a la playa, o tal vez estaba ya escrito. Entonces me di cuenta de que lo que les entusiasmaba tanto, nadar en una playa de Atenas, a mí me dejaba indiferente. Yo no sabía nadar. Los amigos griegos también habían ofrecido bicicletas, pero yo tampoco sabía andar en bicicleta… y me di cuenta, también, de que algunos grandes placeres de la vida me estaban vedados por mi origen: proletaria de país periférico. Por supuesto que esto -que debía haber sido tema de alguna reunión del grupo de autoconciencia de mujeres de la organización- me lo callé en ese momento. Los seguí; con mi biquini antiguo me dispuse a asarme en la playa mientras ellos nadaban como atletas y yo me devanaba los sesos para entender el libro que me había llevado para leer en esas vacaciones: Le moi divisée, de Ronald D. Laing.

Al otro día había que salir hacia Patras para tomar el barco que nos trasladaría a Ítaca. Era en esta isla donde comenzarían nuestras verdaderas vacaciones, ya que la misión en Atenas de la “célula” del distrito XVIII había acabado.

En el pequeño puerto de Ítaca nos recibieron algunos habitantes de la isla que ofrecían hospedaje. Seguimos a una mujer, bajita y vestida de negro, que nos guió por el intrincado camino de casitas blancas que se abrían entre escalones a nuestra curiosidad. “Orea, orea”, nos decía la mujer mientras hacía señas con la mano. Supuse que nos indicaba que, al fin, corría un poco de aire, y que esos últimos días había hecho un calor asfixiante en la isla. No creo haber errado demasiado, porque en todas las culturas, cuando unos desconocidos se cruzan y no quieren estar en silencio, hablan del clima, ese que padecen o gozan ambos, y que les brinda la única comunidad segura. También me recordó el envoltorio de celofán de unas medias de nylón que mi madre compraba y se llamaban Orea, y que en su publicidad explicaban que eran un sueño hecho realidad... Un sueño tan leve como esa brisa que llegaba del mar.



Por la noche dormimos en camas, por supuesto Gilles al lado de Jacques y Muriel junto a mí. La dueña de la casa pasó la noche en la terraza, pues nos alquilaba su propia habitación. Pero al otro día ya estaba decidido que montaríamos las tiendas en un camping “salvaje” que se había formado cerca de una pequeña discoteca que Gilles y Jacques tenían intención de conocer y a la que no estábamos invitadas -así lo habían decidido.



Así, una noche después de instalar las tiendas y de tomar una frugal cena a base de ensalada griega, Muriel se fue a dormir, y Gilles y Jacques a digerir las aceitunas y el queso de la ensalada dentro de la vecina discoteca. Yo me quedé paseando por los alrededores de la isla, que estaba muy animada. Turistas elegantes, llegados en yates particulares que habían amarrado a los muelles, se divertían en las terrazas de los bares dispuestas sobre la playa. En mi deambular nocturno descubrí a una chica solitaria que permanecía mirando hacia el mar, sentada en la pequeña dársena de madera de donde salían los barcos hacia otras islas o al continente. No recuerdo cómo empezamos a hablar en inglés hasta que nos preguntamos de dónde veníamos y supimos, con alegría, que las dos hablábamos castellano. Carmen venía de Barcelona, había viajado sola hasta Ítaca porque Lluís Llach, un cantante de su tierra que yo aún no conocía, había musicado poemas que nombraban la legendaria isla, y sin más quiso conocerla. Su plan de viaje para los próximos días era viajar al continente y hacer autoestop hasta Italia, trabajar allí un mes para luego retornar a Barcelona. Me quedé pensando en aquel proyecto, resultaba más tentador que el régimen autoritario al que estaba sometida por el tratado que había firmado con el frente francés. Una posible alianza con la catalana me resultaba más de acuerdo con mis deseos, hasta ese momento poco reflexionados.

Al regresar a nuestro campamento, noté que en la tienda de Gilles y Jacques había más de dos sombras que se agitaban entre suspiros. Habían encontrado en la discoteca lo que seguramente les tocaba en la lista de recreo que se habían marcado. Yo me resigné, una vez más, a dormir espalda contra espalda de la enigmática Muriel.

Carmen, la catalana, me había explicado que pasaría aquella noche envuelta en su saco en el albergue que le ofrecía la taquilla de los barcos. Por la mañana fui en su busca. La encontré ya despierta, mirando como siempre hacia el horizonte marino. Fuimos juntas a tomar un café con leche, era simpática y tan charlatana como yo misma. Se comunicaba con los habitantes del lugar como si supiese griego. Así, comenzamos a recorrer la isla, tierra adentro hacia donde se decía estaba la cueva que, según la leyenda, Ulises había utilizado para guardar sus tesoros. Después de varias horas de dar vueltas hallamos el lugar. Se descendía hasta la cueva por una escalera improvisada. Era un amplio espacio bajo la tierra que bien podía haber sido el escondite de todos los tesoros de piratas o bien la cueva de Alí Babá.

Permanecimos un tiempo allí, intentando acostumbrar nuestra visión a la oscuridad, el suficiente para sentir las historias suspendidas entre las piedras, que nos llegaban en forma de recuerdos de las películas en tecnicolor que habíamos visto en nuestra infancia. Ulises luchando contra el Cíclope… era enorme el Cíclope, y al evocarlo nos estremecimos, y las dos volvimos sobre nuestros pasos en busca de la escalera de salida.  



Salimos de allí fascinadas por el misterio de ese espacio vacío, oscuro y helado. Y fuimos a calentarnos echadas al sol en la playa. Éramos las únicas bañistas. Carmen se quitó el sostén de su biquini y se metió en el agua, yo la imité. Reímos mucho de todo lo que yo le explicaba sobre mis compañeros de viaje.

Carmen era quizás un par de años más joven que yo, tenía la piel morena por el sol, y sus ojos iluminados por el cielo del mar Jónico parecían verdes. Recuerdo sus pechos estremecidos por el frescor del agua, pequeños y salpicados por las gotas que iban resbalando sobre su cuerpo. Nos sentíamos hermanas en aquella tarde de agosto. Y me di cuenta de que nunca había pensado en mis propias vacaciones. Cómo las imaginaba, cómo imaginaba los placeres del verano, en un tiempo en el que se agudiza el sentimiento de que somos un cuerpo. Un cuerpo que puede sentir el resplandor del sol sobre él, el del viento en la cara, el del cansancio de una caminata. Pensándolo bien, aquellas eran mis primeras vacaciones. La educación recibida no incluía la asignatura de ser feliz inmersa en un paisaje. La felicidad era algo abstracto para mi madre, que fue quien me enseñó a desear. Deseaba con el modelo de ella, la felicidad inalcanzable o siempre postergada de una novela romántica. Nunca me habían enseñado que una podía anticiparse a las emociones, imaginando la posibilidad de hallarse en un espacio diferente a aquel donde la vida transcurría, sin esperar nada, dejándose llevar. Me di cuenta también de que aquellas vacaciones, que llegaban por primera vez en mi vida, las había dejado en manos de quienes estaban acostumbrados a planificarlas, a conocer sus deseos y diseñar el camino para que ellos se cumplieran.

Todo eso pensé la noche en la que mudé mi saco de dormir al lado del de Carmen, porque finalmente expliqué a mis camaradas de viaje que mi compromiso llegaba hasta allí. Ellos habían encontrado dos amiguitas con las que bien podían compartir los futuros gastos de lo que restaba del viaje, yo rescindía el contrato.

Hubo una reunión agria que se llevó con el mismo ritmo y vocabulario con el que se discutía el último artículo de la prensa del Partido sobre “nuestros compañeros de viaje comunistas”. Y nunca mejor dicho: eran mis compañeros de viaje con los que esta sección de la Internacional, que yo sola componía, quería romper. Las nuevas amigas de Gilles y Jacques permanecieron al margen. Supongo que creían que el problema eran ellas, cuando en realidad las había visto como mi posible salvación. Muriel, enfurruñada, decía que si yo me iba ella también se volvía a París. Aquello era una nueva deserción que llevaba a la catástrofe, pues las holandesas de la discoteca no tenían ninguna intención de viajar a París con Gilles y Jacques, y además tenían coche propio. De pronto me sentí prisionera de un pacto que no quería cumplir.

Después de aquel cónclave supe que mis compañeros de viaje serían inflexibles, yo había aceptado un plan que contemplaba cuatro pasajeros en un viaje, ida y vuelta, de París a Grecia, y no podía desligarme.

Y así, me debatía entre una ética de inexperta militante y el descubrimiento de que yo también podía imaginar el placer de mi cuerpo en tierras de Italia, por ejemplo, aprendiendo a nadar y a mirar el cielo junto a mi nueva amiga.

Busqué a Carmen y nos paseamos por la playa, me hablaba de su vida en Barcelona, del festival de rock de Canet de Mar, del pueblo donde había nacido y de las calles del Pueblo Seco, el barrio de Barcelona donde vivía. Yo le explicaba mi trabajo en París, donde era la au pair de un perro. A cambio de su cuidado y atención me daban una habitación en una sexta planta; también recordé para ella mi infancia en mi barrio de Floresta Sur, pasando el Puente Lacarra.

Charlando, llegamos a una cala donde había fondeado, a muy pocos metros, un pequeño yate y sobre la arena una tumbona en la que yacía una mujer. Nos echamos allí, entreteniéndonos largo tiempo en imaginar planes para dejar colgados a mis compañeros de viaje. Las holandesas eran una solución, lástima que tuvieran un coche que habían llevado con ellas a la isla. ¿Y si pinchábamos las ruedas o echábamos arena en el motor? Pero sobraba Muriel, ¿dónde ubicarla? En el coche de Gilles y Jacques sólo había lugar para cuatro. Entonces, la cuestión era conseguir una pareja a Muriel, punto bastante difícil a resolver teniendo en cuenta lo poco dada que era a dejarse llevar por los sentimientos. Al fin, decidimos que las cosas se irían solucionando solas.

Cerramos los ojos y nos dedicamos sólo a sentir el sol y la brisa sobre nuestros cuerpos. Todo era silencio y calma, el tiempo se había detenido en la quietud del paisaje aunque sabíamos que la mujer de la tumbona continuaba allí. No sé cuánto estuvimos ensoñadas, hasta que sentimos los pasos de alguien sobre la arena. Vimos a un hombre con chaqueta blanca que se acercaba a la mujer con una bandeja sobre la que se sostenía una copa. Ella se incorporó, y entonces la vimos en todo su esplendor. Era una mujer mayor, casi anciana, si ese término podía aplicarse a aquel personaje de piernas larguísimas que sostenían un torso moldeado por un bañador a rayas horizontales. El hombre dejó la copa sobre una especie de mesita que se prolongaba desde la tumbona y extendió el albornoz que hasta entonces había descansado a los pies de la antigua diosa, cuyo cuerpo de jirafa con turbante y gafas de sol se inclinó levemente para encajarse en la vestimenta que le ofrecían. Por un momento uno de sus hombros quedó nuevamente descubierto al deslizarse la prenda y vimos cómo ese hombre que creímos un sirviente ensayaba un acercamiento con sus labios a ese trozo de piel ofrecido por el azar. Acercamiento que la mujer desaprobó con un cierto fastidio. Entonces le dio la espalda y se marchó hacia el mismo lugar de donde había surgido aquel hombre, quien la siguió a una prudente distancia. Allí, a unos pocos metros, detrás de unos setos que la ocultaban, vimos una casa magnífica -en la que no habíamos reparado-, precedida por un jardín.

-¡Es Greta Garbo! -le dije a Carmen.
¿Tú creés?
-Seguro que es ella. La reconocería aunque fuese disfrazada. Ese andar de animal de las sabanas, sus largas piernas, la manera en cómo encogió los hombros para ponerse de pié, su perfil.

Estaba segura de que habíamos espiado la intimidad de la diva. En un segundo ella se nos había mostrado, representando una escena de su propia película.

Ese día recorrimos con Carmen toda la isla, y así supe que el núcleo de población había sido construido varias veces y en distintos enclaves, pues terremotos, en épocas diversas, lo habían destruido en más de una ocasión. Subimos las colinas rocosas, cubiertas de vegetación reseca, y nos detuvimos, varias veces, a desenterrar restos de cristales y trozos de cerámica con el rastro del tiempo en su superficie. Deshechos de la vida humana que había comenzado y desaparecido, para después renacer en otro punto, allá abajo, donde veíamos las casitas blancas mostrando sus terrazas con ropa secándose al “Orea, orea. Allí encontré el fondo partido de lo que podía haber sido un platito. Era esmaltado en blanco con un dibujo, parecía una cabeza con el esquema de unos brazos extendidos hacia un pequeño círculo amarillo.

- Es un mensaje -le dije a Carmen, y lo guardé en un bolsillo.

Cuando el sol comenzó a bajar nos dimos cuenta de que habíamos ido en dirección contraria al lugar donde estaba la parte habitada de la isla. Reímos mucho pensando que si de verdad nos perdíamos se solucionaba mi problema con los franceses. Pero pasó una camioneta que paramos y nos llevó al pueblo. Allí, Gilles y Jacques se habían movilizado para buscarnos ayudados por turistas y lugareños, quienes al vernos nos recibieron entre alegres y regañones.

Las holandesas habían marchado, y nuevamente éramos cuatro. En dos días volveríamos otra vez a Patras. Al día siguiente, Carmen subiría al barco que la llevaría al continente, y yo no me decidía a romper del todo y seguir el libre fluir de mis deseos.

Nos quedamos con mi nueva amiga charlando hasta el amanecer, y me di cuenta de lo mucho que se necesita hablar en el idioma propio. Eran chorros de frases que, durante los tres días de nuestro encuentro, se habían desparramado entre nosotras. Los franceses, admirados ante nuestra cómplice locuacidad, no podían entender cómo dos desconocidas tenían tanto que contarse. Decidimos que al otro día, antes de que Carmen marchara, volveríamos a la cala de Greta Garbo.

Con los primeros rayos de luz llegábamos a la pequeña playa que ocultaba, de eso ya no cabía duda, uno de los misterios de la mitología cinematográfica. El yate de la diva seguía varado en la playa, y aparentaba estar vacío. Esta vez nos detuvimos ante la casa escondida detrás de los arbustos. Era de líneas simples, pero con amplios ventanales de cristal que cerraban oscuras cortinas azules. El pequeño y cuidado jardín estaba salpicado de exuberantes adelfas multicolores. Nos estiramos en la arena esperando que algo ocurriera, teníamos unas cuantas horas por delante antes de que el barco -al que finalmente Carmen sola debía subir- zarpase.

Acariciadas por el sol, y con las olas lamiendo nuestros pies, planeamos un encuentro en Barcelona para el próximo otoño, en Todos los Santos. Yo conocería la calle del Rosal, en el Pueblo Seco, pasearíamos por las Ramblas y después nos iríamos a la Plaza Real.

La mujer apareció cuando el sol ya picaba, envuelta en una especie de sari de color oscuro con dibujos dorados. Detrás de ella, su fiel servidor llevaba la tumbona que desplegó para que ella acomodara sus carnes bellamente envejecidas. Con la sensualidad de una Salomé se quitó el velo, descubriendo un nuevo bañador, esta vez negro. Dejó a un lado las sandalias de charol y aquel hombre acomodó sobre un almohadón sus pies, acariciándolos. Ella echó la cabeza hacia atrás y se quedó inmóvil, mientras él volvía hacia la casa.

-Quizás, detrás de sus gafas de sol pasan escenas de sus películas, como pensamientos visibles -dije yo.

-Quizá sólo goza del aire y del sol y vive intensamente el presente -me contestó Carmen.  


2 comentarios:

  1. Este maravilloso relato me trae recuerdos de una mujer reconfortante, alegre, entusiasta y dulce...tambi me recuerda momentos que añoro.
    Besotes
    Marta

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  2. Anónimo4/15/2014

    Querida Elsa:
    Me ha interesado mucho el relato de las vacaciones con los camaradas. Supongo que es de carácter autobiográfico por lo que sé de ti. Esas vacaciones planificadas como si se tratase de de un plan quinquenal son una excelente metáfora de la rigidez, la inmadurez, la misoginia, etc. que reinaba en nuestros medios de la izquierda. Situar a los personajes de vacaciones me parece mucho más efectivo y divertido que intentar retratarlos en sus tareas, propias de la política, Muestra, entre otras cosas, que el compromiso político puede ser la expresión,de algo más profundo, aquello que da forma a la afirmación del yo -con todos los vicios ya incorporados-,sobre todo en la juventud. El personaje de Muriel, con su pasotismo o fatalismo, que va de camarada, y de viaje, porque le ha tocado, por hacer algo, es también curioso. Y la protagonista en medio, intentando escapar, disfrutar de la libertad de una manera más auténtica... En fin, te felicito. De paso, me he enterado de que ha salido tu otra novela. Ya sabes que tu productividad me tiene admirada. Me he enterado tarde porque mi ordenador ha tenido la iniciativa (yo no soy consciente de haberle dado una orden en ese sentido) de situar tus mails en el apartado de correo basura. ¿Será gilipollas la máquina?
    Mercedes

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