miércoles, 23 de octubre de 2013

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (segunda parte)

Séptima epifanía

(primera parte aquí)

Me quedé detenida sin animarme a bajar las escaleras, no veía el final de ellas y tuve miedo. Entonces busqué el mechero en el fondo de mi bolso, intentando dar luz a ese espacio desconocido que se abría ante mis pies. Bajé a tientas y di con una puerta formada por paneles de cristales opacos. El tango seguía: Esta noche amiga mía el alcohol nos ha embriagado que me importa que nos miren y nos llamen los mareados. Giré el picaporte y ante mí se abrió un espacio iluminado por una luz tenue que envolvía a los que por allí deambulaban. Al fondo, una barra de bar hecha con listones de madera de dos tonos y cubierta por una encimera de formica roja. Pensé que había perdurado intacta desde los años cincuenta o sesenta, igual que las mesas, de patas delgadas y abiertas, que se distribuían siguiendo un banco corrido, forrado de plástico también rojo. Un gran espejo, al fondo, duplicaba el espacio.

Parejas enlazadas seguían apasionadamente el ritmo de los tangos. Busqué con la mirada a mi hombre. Distinguí su figura sentada frente a una copa que acababan de servirle. Me acerqué a la barra, desde allí podía observar mejor su imperturbable gesto de pasmado feliz.

Supe enseguida que aquel lugar no era para una mujer sola y menos para quien no sabía bailar tangos. Charo de Nualart me había hablado de sitios así donde ella, burguesa y excéntrica, se escapaba a bailar cuando su marido estaba de viaje, lo cual sucedía dos o tres veces por semana. Charo era una experta en esa danza.

Mis fantasías eróticas nunca habían peregrinado hacia los brazos de esporádicos acompañantes que me hicieran girar durante los tres minutos que dura un baile. Pero sobre todo, y a pesar de que la música y las letras de los tangos me entusiasmaban, el aprender a bailar dejó de interesarme cuando me di cuenta que la práctica de esta danza era como una militancia política. Había que dedicarle tiempo, entusiasmo y devoción. Y yo desde hacía años huía de las fidelidades, me había aburrido durante demasiado tiempo practicándolas. Pensaba en todo eso mientras bebía la cerveza que un camarero de pajarita negra me había servido. Tenía mucha sed y no sabía qué estaba haciendo allí, así que pedí una segunda vuelta. Repasé una por una las parejas que evolucionaban por la pista de baile, no eran ni viejos ni jóvenes, eran tal como yo veía a los mayores -mis padres, mis tíos- cuando era pequeña. Todas las mujeres llevaban faldas y tacones altos, todos los hombres americanas y corbatas.

Yo desentonaba con mis botas de suela de goma y tejanos, pero nadie parecía mirarme y tampoco me importaba. Él seguía con su mismo gesto de lejana beatitud apurando una copa que parecía inagotable.

Una mujer se acercó a la barra, estaba también sola. Llevaba el pelo crepado, duro de laca, y la mitad de sus grandes senos asomaban desde el escote de un vestido estampado. Me preguntó si era la primera vez que iba allí, pues ella nunca me había visto. Le respondí que sí.


-Acá todos nos conocemos, ¿sabés? ¿Y vos viniste sola o esperás a alguien?
-Vengo detrás de ese -respondí como bromeando, mientras señalaba a mi hombre.
-¿Ese?, ¡¿qué le viste?! Tiene fama de raro -agregó en tono confidencial, acercándose a mí tanto que olí la laca dulzona con la que había rociado su peinado. -Habla poco, y solo baila cuando ponen los tangos de D’Arienzo, será por lo de “El Rey del compás”. En Argentina a D’Arienzo le decimos “El Rey del compás”, y como a ese parece que le falta el alma a lo mejor necesita que alguien se la sople desde afuera. Con D’Arienzo nadie se resiste. Muchos prefieren bailar con Pugliese, es más intelectual, demasiado difícil para mi gusto, che. Así que vos y ese tipo…
-¿Y tú con quién bailas? -pregunté interrumpiéndola, pues no quería tener que explicarle la ridícula historia que me había llevado hasta allí.
-A mí me gusta el tango clásico. Vengo a bailar sola todos los sábados desde hace mucho tiempo-. Acabó la frase mirándome de reojo mientras encendía un cigarrillo que dispuso en la punta de una boquilla negra con estrellitas plateadas.

La música invadió de nuevo el local, esta vez el compás era marcado por un ritmo sincopado, tango también pero más ligero, más vibrante.

-Ahí tenés a D’Arienzo, ahora vas a ver bailar a tu tipo -me dijo la mujer, codeándome para que girara la cabeza y que no me perdiera el anunciado espectáculo.

Entonces vi al caballero nocturno hacerle un gesto casi imperceptible de invitación al baile a una mujer. Ella le respondió bajando sus ojos, enmarcados por los finos arcos de unas cejas delineadas con lápiz. Los dos se pusieron de pie y se encontraron en la pista de baile. Él bailaba casi sin rozar el cuerpo de su compañera, pero los dos parecían haber ensayado sus pasos infinitas veces. Vi los pies pequeños de la mujer, calzados con sandalias de tacón que presionaban un empeine regordete, girar airosos siguiendo los zapatos brillantes y acordonados del bailarín.

-¿Cómo hacían para saber cuando había que cruzar los pies, avanzar, esperar a la pirueta, arremeter con el compás? -pregunté a la mujer que tenía a mi lado
-Si querés te enseño –respondió decidida.
-Esto no es una verbena, aquí las mujeres no bailan entre ellas. Los roles están tan marcados. Los hombres tan hombres, las mujeres tan mujeres, si parece todo de otra época.
-¿Qué época? Acá siempre es así. Pero sólo hay una excepción, yo. Yo sólo bailo con mujeres.
Solo atiné a decir -¡Ah! -mientras ella continuó:
- Ya están acostumbrados a verme bailar con mujeres, todos saben que en el tango solo puedo llevar, no me sale el dejarme llevar. Me acostumbré así… A veces, siento que bailando me convierto en un varón.
-Pues, no se nota- dije estúpidamente mientras miraba sus enormes senos que pugnaban por escapar de su vestido ajustado.
Y entonces me cogió de la mano y con un enérgico -¡Vamos!- me llevó hacia la pista.
-Vos sólo seguí lo que mi mano en tu cintura te indique -me aconsejó.
Y entonces no sé si fue por efecto del alcohol, la música o el arte de aquella mujer que sentí que podía bailar, a pesar de que la suela de goma de mis botas hacía bastante difícil arrastrar mis pies, como se requería. Pero todo inconveniente era salvado porque la música de “El Rey del compás” se había metido en mi cuerpo, y ya nada me importaba más que hacerla salir en forma de exactos movimientos.

Seguí bailando hasta que D’Arienzo se agotó, entonces le sucedieron otros tangos con letras nostálgicas. La gente volvió a sus mesas y a encargar bebidas.

Volví a ocupar el lugar que tenía junto a mi acompañante. Y desde allí, observando a ese hombre que, ajeno a todo, me había llevado hasta ese rincón del Carmelo, pensé que quería tenerlo cerca, olerlo de nuevo.

-Hace mucho que viene por aquí –pregunté a mi maestra de tango, señalándolo.
-Dale con el muñeco -me respondió -¿No te das cuenta que es como un muerto? Sólo invita a bailar a quien se le pone enfrente, no busca con la mirada, a él lo encuentran. Vos también lo encontraste, ¿no es cierto?

Era cierto lo había encontrado, pero, ¿para qué?, ¿por qué? Si lograba bailar con él quizás lo sabría.

Fui en busca de su mirada, me senté en una mesa frente a él. Había que esperar otra vez que la música de D’Arienzo lo motivara ¿Cuánto tiempo pasó? No sé. El ambiente se volvía más espeso, mucho humo y movimientos extraños de idas y venidas a los lavabos. Se lo hice notar a mi acompañante que me había seguido hasta la mesa.
-Parece que por aquí la cerveza provoca ríos -dije chistosa y señalando el tráfico de idas y venidas que atravesaban las puertas de los lavabos. Ambas pintadas de color beige amarillento y donde para diferenciarlas habían mal dibujado unos labios pintados en una y un sombrero de copa en la otra. Inocentes objetos que, seguramente sin intención expresa, remitían a una manifiesta simbología genital. Entonces me llegó diferida la respuesta de la mujer que tenía a mi lado.

-No es la cerveza, es coca. Un nariguetazo y bailan toda la noche, frescos como lechugas.
-¿Y tú también?
-Avisá piba, yo no me quiero morir joven. Mirá, ¿ves aquellos de pie en la esquina de la barra? Son polis, ellos son los que la traen y la reparten. Y después dicen que con Franco se acabó la juerga.
- Pero Franco murió hace ya años…
- Nena, ¿qué te pasa, la cerveza se fue al cerebro? ¿Desde cuándo Franco está muerto?
- Quizá, cuando sucedió tú estabas en Argentina, pero si fuera así…

Y continué con un discurso sobre las posibilidades que había para que esa mujer hubiese permanecido, durante años, ignorante de la muerte de Franco.
Ella ya no me respondió y yo acabé pensado que, tal vez, fuera una de esos rezagados añorantes del Caudillo que aún pensaban que volvería, si no él en persona sí sus ideales…Y entonces, comencé a desconfiar. ¿Quién era en realidad? ¿Y si formaba parte de esa red de siniestros personajes llegados durante la última dictadura militar argentina para delatar exiliados?

Ella, ajena al devenir de mis pensamientos, miraba con atención la pista de baile y fumaba muy despacio, echando el humo en forma de nubecitas. Mientras tanto el hombre que me había llevado hasta allí, tal como lo anunciara la argentina, no había vuelto a bailar. Permanecía inmóvil, con los dedos de su única mano rígidos sobre la mesa, el índice señalando algo y los otros dedos retraídos.

Ya de madrugada, cuando muchas parejas se habían ido y otras se miraban intensamente a los ojos, volvió a sonar la música de D’Arienzo. Entonces, me puse delante de la línea de visión de mi hombre. Y cuando cabeceó supe que era a mí a quien dirigía la señal. Cerré los ojos asintiendo y acompañando este gesto con un leve movimiento de cabeza hacia abajo. Y fui hasta la pista, allí nos encontramos. Vi de cerca su cara lisa y brillante y su pequeño y negrísimo bigote asardinado. Sentí su única mano posarse apenas sobre mi cintura. Yo busqué la ausencia de la otra y allí, donde ésta debía comenzar, me así a un costurón de carne que ofrecía al tacto la experiencia de una forma nueva que contenía toda la sensualidad de la repulsión. Al principio lo rocé con delicadeza, pero cuando  su única mano indicó a mi cuerpo lo que debía hacer, sujeté decidida aquella otra forma cálida dibujada con los relieves de una antigua herida. Y como si me viese en una película, supe que mis pasos se correspondían exactamente con los suyos, y fue entonces cuando me dijo:
- No te preocupes, lo estás haciendo bien.

No volví a oír su voz y no pude distinguir su acento. Era una voz plana, anodina, que me había llegado como desde un interior vacío. Pero el olor a menta, tabaco y azahar de los hombres de mi infancia volvió a mí, mezclado con esa pizca de humedad que exhalaba su traje.

¿Con qué medida expresar el tiempo en el que me dejé llevar por el extraordinario caballero de mano ausente y mirada vidriosa? Cuando la música acabó me acompañó hasta mi mesa, y al dejarme imitó una pequeña reverencia, se acomodó la americana y dio media vuelta. Cruzó la pista y le vi buscar la puerta de salida.

La argentina también se había ido. Miré mi reloj, se había detenido a las diez de la noche. Al salir del local respiré hondo, la media luz de la mañana y el frío me sorprendieron. Tenía sueño, mucho sueño y ganas de volver a casa.
Al pasar por la boca del metro de Horta le vi otra vez, mi hombre caballeroso bajaba las escaleras. Y seguí nuevamente sus pasos como una sonámbula.

¿A dónde quería llegar? Sabía que todo había acabado, y estaba casi segura de que en cualquier momento se desharía en el aire convertido en humo, en el mismo humo que había exhalado la fumadora argentina que esa noche me había acompañado. Hice el gesto de bajar yo también las escaleras, pero el cansancio y lo ridículo de mi situación me vencieron y continué mi camino alejándome hacia la plaza Ibiza.

Cuando llegué a casa me eché en el sofá y allí mismo comencé el relato de esta historia hasta que el sueño acabó con mi conciencia.

Días después, la obligación de entregar uno de mis trabajos a una agencia que tenía su sede casi al final de la calle Hospital condujo mis pasos hasta la tienda de “Ropa para el caballero elegante. Ropa Deportiva y de trabajo. RIUS s.a.”. La misma tienda cuyos maniquíes habían llenado de terror mis paseos infantiles por aquella misma calle. Me detuve allí atraída por lo que antes había sido repulsión. 

Sastrería fotografiada por Francesc Català Roca
La tienda festejaba su ochenta aniversario y como repaso de su historia habían dispuesto, enmarcados en metal, varios recortes de periódicos que hacían alusión a ella. Entre éstos uno que anunciaba la próxima inauguración para el mes de septiembre de 1912; otro en el que el marqués de Comillas aparecía fotografiado comprando en la tienda, en junio de 1927. Y fechado el 11 de mayo de 1964, el viaje del señor Rius -hijo del fundador de la empresa- a Buenos Aires, donde inauguraba una sucursal. A su lado la señora Rius, originaria de la ciudad del Río de la Plata, reía a la cámara mostrando su generosa pechuga que escapaba del escote de un vestido ajustado. Entre sus dedos sostenía, con gesto descarado, una boquilla en cuya punta humeaba un cigarrillo. Confundida por la coincidencia que me remontaba a la extraña noche vivida en el Carmelo, busqué una respuesta en los maniquíes que seguían sonriendo, y advertí entonces que una mano se había desprendido de uno de ellos, el más alto, el de pelo negro y bigotitos asardinados.   

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