lunes, 20 de febrero de 2017

Granada. Entre el cardo en la ventana y la casa del aire

Elsa Plaza

Buscaba un caballito dibujado sobre un muro  del Palacio de Carlos V, en Granada. Lo recordaba  inciso en la piedra, un poco más arriba de la altura de mi mirada. Di dos vueltas a la construcción circular.  Sí, era un caballito con una montura dibujada a rombos, y que imaginé  allí desde el tiempo en que aquel lugar  -especie de plaza de toros rodeado de puertas  que ahora se abren a salas de exposiciones-,  era solo un edificio abandonado donde campearía un caballo como aquel, cuya silueta, apenas esbozada, había perdurado por voluntad de un artista anónimo.  

Pero esta vez no lo encontraba, y después de recorrer las dos plantas del palacio del emperador desistí pensando que, por alguna extraña circunstancia, se había borrado o estaba en otro lugar del que yo recordaba. Ya se sabe, la memoria es inventiva y asevera cosas que adorna y recupera en tiempos y espacios que, a veces, equivoca. Buscaba un grafito casi invisible para quien no lo hubiera descubierto antes, por azar. Marca dejada por el instante en el que alguien, lejano en el tiempo, se había entretenido en aquel rincón a transformar la pasividad de la mirada  en la voluntad de una acción: el dibujo. Un gesto pequeño, que otorga un poco de humana esperanza a ese enorme edifico de piedra, acabado 400 años después de iniciada su construcción. Un sueño de 400 años que, entre  blasones y frisos de mármol, intentara inmortalizar la existencia de Carlos V, emperador. Quien, empequeñecido ante el deslumbramiento producido por la inmensa belleza de la Alhambra, sólo atinara a balbucear, escupiendo toscos muros de piedra en medio de aquel paraíso. Muros en honor a sí mismo y a la magnificencia de lo que creyó parte de sus inconmensurables propiedades. Porque esto es lo que da a pensar la rotundidad con la que se alza el palacio que lleva su nombre, y que intenta competir con la delicadeza de las construcciones moras, con sus  jardines otoñales surcados por fuentes que murmuran secretos al paseante, mientras, la luz juega atravesando el bordado que dibujan ramas y hojas contra el cielo del atardecer estremecido por el aleteo de los pájaros. El tiempo se encarga de debilitar la vanidad del poder ganado por la fuerza.  


Fracasada la búsqueda del caballito, entré al Museo de Bellas Artes instalado en el palacio imperial. Fue en el año 1958 cuando, coincidiendo con el V centenario del fallecimiento de Carlos V, el edificio fue, al fin, acabado y recuperado para museo. Francisco Franco se desplazó hacia allí para para la inauguración. Un acto más en la reafirmación de su siniestra fantasía que lo hacía custodio y heredero de aquel imperio colonial, conquistado también a sangre y fuego por el emperador y sus ancestros: Fernando e Isabel, tan católicos ellos. Pero 1958 no solo fue el aniversario del emperador, sino también otro año más para cientos de familias andaluzas que abandonaban sus hogares, agarrados a maletas de cartón, llenando trenes hacia otras tierras, en busca de un futuro negado por la miseria impuesta por aquellos vetustos dueños de todo, y  a los que el gran caudillo del siglo XX afirmó en sus posesiones. Pero el museo, los museos como ese, como casi todos, intentan explicar sólo una parte de la historia de sus muros, y de lo que allí contienen. La otra, la que corre paralela, está también allí, solo hay que acostumbrar la mirada a ella, y entonces el relato empieza a fluir. 

Degollados, crucificados, flagelados, la carne tan eludida y tan presente de los cuerpos sistemáticamente torturados, el dolor que hace santos. La pintura española del siglo XVI, contemporánea al emperador. Los gestos desencajados de los verdugos y la mirada vuelta al cielo de las víctimas,  quienes no se rebelan ante el dolor sino que se someten a él. Una lección para el espectador: el sometimiento a la crueldad tendrá la recompensa en un más allá celeste. La lección se repite, toda una legión de artistas encargados de explicar historias de final espeluznante, que recrean con sabia destreza. En el espacio limitado por la tela o la tabla, las  diferentes escenas que componen el relato coexisten en un tiempo único, el nuestro, que contempla desde el ahora la eternidad de sus vidas. Las escenas ocurren en planos secundarios y perdidas entre el paisaje que sirve de fondo al tema principal: la apoteosis final de la santidad.

Voy avanzando en el recorrido de las salas hasta que me detengo, atraída inexplicablemente por la naturaleza muerta más ¿extraña?, ¿misteriosa? Sugerente. Sí, sugerente de algo que no atino a saber qué es. Fray Sánchez Cotán, cartujo y artista pintor, es el autor de esta obra. Un ejercicio de austeridad. Dicen que alude al ayuno de la Cuaresma. Tres zanahorias violáceas y macilentas  olvidadas sobre un marco de ventana y, a nuestra derecha, iluminado con los tonos de un sol granadino, formando una curva ascendente sobre la vertical del marco, un cardo simple, despojado de sus hojas y  listo para ser hervido. Pero la mirada insistente descubre que la curva es un juego, y que viene marcada desde la base de una cuarta zanahoria, diferente de las otras, más gruesa y acabada en punta afilada que, como un dedo índice, señala un más allá que penetra la oscuridad del fondo. ¿Una puerta que se abre al tiempo, distraído de la memoria del pintor? Pero, si es así, es también el tiempo de éste, el del artista, el que fluye hacia la iridiscencia con la que destaca los tallos del cardo surcado por nervaduras a modo de canales perfectos, donde el ojo salta para detenerse sobre unos, apenas, ensayos de hojas -sutiles alas  de mariposas enanas- heridas por las espinillas que recorren los bordes de las pencas   sustanciosas. Ofrecimiento de la madre tierra, de cuyo recuerdo apenas le queda el borrón terroso que marca la ausencia de la raíz, extirpada por el corte de un cuchillo afilado. Un austero bodegón sobre un fondo absolutamente oscuro e uniforme -como si desde el siglo XX  Casimir Malevitch le hubiese alcanzado a Sánchez Cotán una de sus telas, para que sobre ella pintara otra obra. Quizá, aquello que nos señala el dedo-zanahoria del bodegón es el futuro de la pintura, el silencio, la supremacía de la sensibilidad pura. Quizá, también, un deseo del monje. Como el caballito del muro, el misterioso bodegón, pintado hace más de 400 años, se ofrece generoso a la contemplación, brotando desde el marco que recorta  la escena. 


Juan Sánchez Cotán: Bodegón del Cardo. Museo de Bellas Artes de Granada (fuente: Wikpedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_S%C3%A1nchez_Cot%C3%A1n#/media/File:MBAGR-bodegoncardo.jpg)

 

Mi intención es visitar la cartuja de Granada, quiero conocer algo más de la vida de fray Sánchez Cotán. Aunque sé que la Granda de hoy con los turistas que invaden las aceras montados sobre extraños artefactos de dos ruedas y con la antigua vega que la circundaba cubierta de cemento, nada tiene que ver con aquel paisaje bucólico que, desde las alturas cartujanas, inspiraba el silencio y la soledad de los monjes. Entro antes a una librería, Bakakai, obligado lugar de paso de mi aventura granadina. Está sobre la calle que lleva, como tantas otras en Granada, un nombre curioso: Tendillas de Santa Paula. Allí me explican no solo cómo llegar caminando hasta la Cartuja, recto desde la puerta de Elvira, sino también me muestran, flotando como una casa encantada desde las alturas del Albaicín, “la casa del aire”. Otra historia de varios años de resistencia recogida en un libro que compro, porque de eso se trata mi paseo: un desvío del camino obligado. 

"Casa del aire". Imagen tomada en préstamo del blog Subcultura en Granada

 

De las paredes del antiguo refectorio, en la Cartuja, cuelgan varias pinturas de un Sánchez Cotán totalmente ajeno al bodegón del cardo. Atormentado repertorio de muertes horrendas, representadas con tal ausencia de dramatismo que me recuerdan las cubiertas de los folletines policiales de comienzos del siglo XX. Monjes con un hacha incrustada en la cabeza, el pecho  atravesado  por una lanza, un fusil en la mano y un agujero de bala en el corazón... Impávidos persisten en su obcecada santidad, se exhiben como víctimas gozosas del hereje. Viendo aquella serie se entiende la necesidad de escapar hacia el éxtasis del cardo y la zanahoria.

Fragmento de una de las pinturas del refectorio de La Cartuja de Granada

 

Y otra vez rehago el camino hacia el Museo de Arte de Granada. Dejo atrás la Plaza Nueva y sus músicos y artistas ambulantes, quienes, a pesar de las estrictas ordenanzas municipales, calcadas a las de Barcelona, se arriesgan ofreciendo su arte al paseante. Una especie de tolerancia reina por allí y en sus alrededores, mantenida, quizá, porque la fuerza del desorden público ha entendido que Granada, sin músicos en la calle, acabaría herida de muerte. Subo la Cuesta de Gomerez donde aún subsisten algunas pocas tiendas de artesanos, recuerdo de lo que fuera, durante siglos, la actividad que hacía de aquella calle una de las más concurridas de Granada. Solo uno mantiene abierto al público un taller donde ensambla pequeños trocitos de madera esmaltada con los que decora cajas y mesas, el tradicional trabajo de taracea. Más arriba, dos o tres fabricantes de guitarras, entre ellos la esperanza de uno muy joven, recién instalado, un sirio que ama el flamenco. Aunque, como malas hierbas, se multiplican las tiendas de souvenirs, iguales a las de todas las ciudades españolas, pero aquí el tema de los imanes para nevera son los azulejos de la Alhambra y las flamencas con trajes de lunares; también están los locales donde alquilan estrafalarios andadores para intrépidos y  jóvenes turistas. Al final de la calle, la puerta triunfal, ordenada por Carlos V, tan acorde en estilo al palacio que alberga el museo de Bellas Artes, hacia donde regreso. Necesito, una vez más, sentarme ante el austero bodegón, después de haber conocido al otro Sánchez Cotan. El que relata la serial killer cartujana.

Pero antes de entrar a las salas del museo insisto en la búsqueda del caballito representado en los muros del Palacio. Y esta vez lo encuentro: no estaba inciso en la piedra, sino dibujado con grafito, y mucho menos visible de como yo lo recordaba. Lo fotografío e intento imaginar a quien lo dibujó. En la época, la familiaridad con los animales se trasladaba a la gracia con la que se reproducían. Llama la atención la montura, quizás un tejido de lana con dibujos de rombos; y sobre ella, un caballero fantasmal, sugerido por unas líneas desvaídas por el tiempo.

Caballito dibujado en uno de los muros del Palacio de Carlos V

Feliz con el encuentro que guardo en la la cámara de fotos, subo hacia la primera planta, donde me espera el misterio del cardo y las zanahorias. Pero no estoy sola en la sala: sobre uno de los bancos que miran hacia las pinturas flamencas, yace dormida una jovencita. Me siento, dándole la espalda, a contemplar mi cuadro. Al poco tiempo la durmiente se mueve, deja el banco y llega hasta mi lado. Lleva el pelo partido al medio en dos trenzas rubias y los labios pintados con carmín oscuro, una Margarita del Fausto de Murnau. Se sienta y me acompaña en la contemplación del bodegón con cardo. Estoy a punto de decirle algo... aunque sé que no me entendería, no habla español, de eso estoy segura... mientras dudo, se pone de pié y se aleja hacia otra sala.   

Sala del Museo de Bellas Artes de Granada. En primer plano, joven dormida; al fondo, el Bodegón del cardo

 

En la sala contigua vuelvo a encontrar a Margarita que repasa, distraída, la obra que Marià Fortuny realizó durante su estadía en la Alhambra (1870-1872). Y yo, que llevo su imagen robada  en mi cámara, junto a la del caballito, sigo, como si me fuera totalmente indiferente. Ignora que formará parte de mi paseo por Granada, como Sánchez Cotán, la zanahoria y el cardo, la “Casa del aire” y la librería anarquista. 

Fotograma del Fausto de Murnau donde aparece Margarita
De las obras de los pintores prefiero siempre sus cuadernos de apuntes. En los de Fortuny, los tomados en las calles del Albaicín, el trazo nervioso que traduce en un instante, el estupor ante la simple belleza de la arquitectura popular, o la gracia de unos cuerpos atrapados en el gesto cotidiano. Otra vez la inmediatez del dibujo, la cercanía entre el artista y quien lo contempla, está en esos apuntes.

Regreso cuesta abajo. Al bullicio de los bares y las tiendas iguales, con los turistas que compran, ávidos de llevarse lo que nunca hallarán a la venta. Granada resiste en los ángulos de lo que solo puede verse si miramos hacia otro lado.      

3 comentarios:

  1. Es un relato que me gusta mucho. La deriva situaciones Q nos descubre otra ciudad posible.

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  2. Como si estuvieramos paseando juntas por Granada. Yo sentada muy cómoda en mi escritirio y sumergida en el relato. Muy lindo. Gracias

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