miércoles, 25 de septiembre de 2013

Penía y Prometeo, encuentros ante un cajero

Cuarta epifanía

Sentado en uno de los bancos de madera que se alternan delante de los parterres de la calle Marina, con una media sonrisa mira hacia los policías de paisano: chica y chico vestidos como anónimos transeúntes en un día del final del verano: zapatillas deportivas los dos; bermudas él, camiseta y tejanos ella, muy jóvenes ambos. Los policías están haciendo una llamada a un móvil, evidentemente no lo pueden identificar, ya que no lleva documentos. No tendría dónde ponerlos, porque va absolutamente desnudo. Sólo un par de tatuajes que no alcanzo a distinguir -porque el insistir en la mirada me causa cierto pudor-, le cubren parte del brazo. Tampoco son muy extremados, como no lo es él: no chilla, no se enfada, ni hay ningún cartel a su lado que indique que está llevando a cabo una protesta contra la oficina de Caixa Bank que se encuentra justo frente a él. Por un momento pensé que podría tratarse de un afectado más por las políticas de rapiña del banco: un desahuciado sin hogar, un engañado por las preferentes... Pero no lo es. Tranquilo, contesta a las preguntas de los policías y expone su desnudez sin la menor alusión a ella, como si no entendiera bien por qué lo interrogan.

Elsa Plaza: Prometeo tatuado
Recuerdo ahora un cuento de Roberto Arlt. Un hombre aparece totalmente desnudo en una esquina de Buenos Aires y no sabe quién es ni de dónde viene. ¿Era así o lo estoy inventando? Junto a este ¿recuerdo? Llega otro: Camina por Buenos Aires, en plena dictadura militar, año 1980, un muchacho terriblemente sucio, como salido de una carbonera en la que hubiese estado escondido durante una década, descalzo, su ropa hecha girones... lo miro espantada, y su figura se pierde por la calle Corrientes. Horribles pensamientos de campos de concentración clandestinos me cruzan, y me siento totalmente impotente. ¿Socorrerlo? ¿Denunciar? Su imagen me persigue durante varios días... Ni siquiera tengo palabras para explicar aquella visión. Pero estamos en Barcelona, treinta años después..., y la escena no es dramática, sino casi amable. Entro al banco para servirme del cajero automático. Espío a través de los cristales, llega un coche con policías uniformados, y luego una ambulancia donde lo trasladan. ¿Adónde? Tanto despliegue por un hombre desnudo que se pasea por la calle Marina. Quizás es alguien que fue a tomar un baño a la playa y le robaron la ropa... La displicencia con la que el desnudo maneja la situación da a entender una explicación muy lógica para su estar así en aquel lugar.

Una mujer sentada en la puerta del banco pide limosna con un vaso de cartón medio aplastado. Me resulta simpática. A su lado un carrito con ropa, un bolso a sus pies, y en las manos un libro forrado con plástico, que lee. Le pregunto si sabe algo del que acaban de llevar en la ambulancia, me dice que le vio venir desde allí y me señala la dirección del mar. Le doy unas monedas que retine en sus manos. La asistente social le tiene prometido un piso, pero no se lo dan. Me habla de un hogar donde si uno tiene algo lo reparte primero entre sus hijos, y luego si sobra lo da a los vecinos. No entiendo bien qué me quiere explicar. Pero ella insiste en que no piense que ella dice que no hay que ayudarse entre todos, pero que primero están los hijos... Claro, claro, respondo, y digo algo sobre la necesidad de ser solidarios. Me dice que las vecinas de la calle lo son, me muestra los zapatos que le dieron, y agrega que también le suelen bajar comida. Me detengo en sus piercings, uno en la ceja, varios en la cara, en los labios, en la nariz, discretos, coloridos. Mientras me habla descubro más piercings que se asoman como pequeñas piedras coloridas que mantiene sobre la lengua: uno, dos, tres...

Es una mujer como cualquiera de mis vecinas, podría ser una ama de casa, ya con nietos, lo que no cuadra son los piercings, aunque -pienso- es de una generación contemporánea al nacimiento del punk... una antigua punkie, solitaria y envejecida. Pero son sólo los piercings que la hacen diferente a cualquiera de las mujeres de alrededor de sesenta años que se pasean con sus carritos de compras por allí mismo; sus piercings y el que su lugar en el mundo sea ese pedazo de muro junto al banco, donde acomoda su carrito y donde pasa las horas leyendo. Un libro prestado, dice, y que cuida que no le roben pues debe devolver. Le robaron la cartera con documentos cuando se ausentó de su lugar, sólo un momento para ir al baño, y me señala un restaurant que hay al lado. Me descuidé, no me di cuenta. Hice la denuncia, y me dijeron que no valía la pena denunciar, que los documentos me los harían igual, y que tendría que pagarlos. ¿Cómo podría pagarlos?, concluye.

Elsa Plaza: Penía en el cajero
Explica, también, que los policías fueron buenos con ella cuando se hizo esto, y me muestra una cicatriz en la muñeca. Lleva el otro brazo envuelto en una venda elástica manchada de sangre. Le pregunto por qué se hizo aquello, y responde que porque está cansada de estar allí, viviendo de esa manera. La cicatriz es como un pliegue de unos cinco centímetros que le recorre horizontalmente el antebrazo izquierdo. Me indica el otro brazo y me dice que se volvió a cortar, pero que esta vez no fue al hospital, porque si no la enfermera hace un parte y la llevan a psiquiatría. Pero deberías ir a que te curen, le digo. No, no me ingresan, insiste. Tengo un agujero muy profundo y me indica su medida señalando un espacio entre el índice y el pulgar... Me hace falta agua oxigenada, pero las vecinas no me la han bajado, y yo no puedo comprármelo con lo que me dan aquí, porque ahora me estoy pagando una pensión para dormir con lo que junto. Busco con la mirada una la cruz luminosa de una farmacia, y no la veo.

Me alejo de ese pequeño espacio en la geografía de Barcelona donde hoy, 12 de septiembre, hacia las 12 y 10 del mediodía, coincidieron esas vidas que se seguirán deslizando, cada una por su lado, el hombre joven que caminaba desnudo y la mujer que pide limosna con sus peircings, sus brazos marcados que, seguramente, insistirá en seguir cortándose, como una adolescente que no se gusta, o como una artista del body art...

En el autobús seguí pensando en esos encuentros... y, de pronto, me di cuenta de qué es lo que me quería decir la mujer con aquello de la familia, de que primero se debe cuidar a sus hijos, darles de comer a ellos... era una alusión a que los servicios sociales se ocupan más de los extranjeros que de los que son del propio país... Lo he oído también en la cola de los que recogen alimentos... los “otros”, los que no son de la familia son los que roban la limosna que debería ser para ellos primero... ¿Y los del banco?, ellos son buenos, la dejan permanecer allí, a la puerta, con el carrito en el que guarda la ropa que le regalan las vecinas, y también guarecerse del mal tiempo, mientras pasan las horas... Ellos son de la familia. 

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