viernes, 29 de marzo de 2013

El Hostal de la Bona Sort de Barcelona

En la calle Carders, en un bello palacete, se establece en el s. XVII -y en las primeras décadas del s. XX aun existía- El Hostal de la Bona Sort, que en el XVIII comienza a llamarse mesón y a finales del XIX, muy disminuido de su categoría, se llamará Parador de la Buena Suerte. Su zaguán conserva aún las características del hostal típico: con un gran patio, su altillo y sus cuadras. Hoy hay allí instalado un restaurant con un cartel que recuerda su origen.


Más allá, en la misma calle, y cerca de la plaza de san Agustín viejo, donde estaba el amasijo del pan, se encontraba la posada del Alba. Y en la calle de los Ases la posada de Santa María, que existía desde el s. XVI, fundada por un italiano, Zanotti, y que luego de muchas reformas se transformaría en fonda -honda o baja, porque para entrar en ella había que descender cinco escalones. Parece ser que fue el primer hostal que se llamó fonda por esta razón. La calle de los Ases se llamaba entonces Estanyers (Estañadores). 


En el siglo XIX pasó a llamarse Fonda de Roma. Pervivía aún en el XX, pero con fachada a la Plaza Palacio y con el nombre de Hotel-restaurante de la Marina. Allí se albergará Nina Bergonzi, actriz y bailarina valenciana amante del aventurero y hombre de letras Giacomo Casanova, que vivió una escandalosa aventura amorosa con el entonces capitán general de Barcelona, conde de Ricla, que a ella le valió el destierro y la prisión en la torre de la Ciutadella a Casanova.

En la calle des Ferrenys, en el Hostal del Sol, y muy cerca de allí, por la misma época, se alojó el misterioso Giuseppe Bálsamo -otro aventurero con historias extraordinarias sobre sus dones proféticos y poderes magnéticos- junto con su mujer, la jovencísima Lorenza Feliciani, quien también será requerida por el enamoradizo conde de Ricla. Ambos logran engatusar al capitán general y sacar una buena tajada de su voluptuoso corazón.

Hoy, en el número 12 de la calle Carders, subsiste el Hostal de la Bona Sort. En los bajos, allí donde llegaban los trajineros con sus carros, hay ahora un restaurant. Los pisos están ocupados por la RAI. El proyecto RAI Art es responsable de la dinamización cultural y programación artística del espacio que incluye el Teatro de la Bona Sort, tres salas polivalentes y el bar asociativo. RAI Art es responsable también de la gestión de las residencias artísticas y de la programación de talleres artísticos. Todos los años RAI Art produce el Festival de Teatro del Casco Antiguo y la Muestra Internacional de Cortometrajes. Pero aún más: los Cenadores del Rai. Se trata del ofrecimiento de un espacio para cenas de grupos donde los mismos promotores del evento preparan y sirven la comida que no puede exceder del precio de 6 €.


El lugar es bien interesante y da que pensar. Allí, la historia de la ciudad pudo subsistir porque la arrolladora estética blanca y depredadora del Ayuntamiento o la Generalitat no pusieron su ojo. Sin diseños espectaculares ni proyectos de moda, sólo con la voluntad de un grupo de gente que ha hecho de un proyecto cultural alternativo, y al alcance de todas, su manera de continuar haciendo vivo aquel espacio varias veces centenario. 

El Hostal de la Bona Sort a finales del s XVIII  citado en  la novela El magnetismo del viento nocturno

Capítulo 3

Gabriel Bardolet y su preceptor ayudaron a las mujeres a buscar a un trajinero que cargó con sus bultos, mientras ellos las acompañaron hasta el “Hostal de la Buena Suerte”, en la calle de Carders.
Cansada y aún fascinada por lo que acababa de contemplar, Louise tuvo la impresión de adentrarse en un sueño. Primero aquel espectáculo que permanecía en su recuerdo como la mejor bienvenida que podían ofrecer la tierra y el cielo a un recién llegado, y luego, detrás de las murallas, en contraste con el abrazo inmenso y feliz de todo lo que la rodeaba , la confusión de la ciudad que ahogaba a sus habitantes , entre calles estrechas prolongadas en altura, donde los paños que había visto extendidos en los prados, y cercanos al mar, pendían de terrado a terrado, a modo de cortinas que separaban trechos de acera, ocultando a la viajera el futuro de sus pasos. Y el olor indescriptible y mezclado que lo impregnaba todo, y las conversaciones de la gente que le llegaban como un murmullo incomprensible. Caminaba como una sonámbula detrás del carro de mano del trajinero, en busca del lugar donde hospedarse, acompañada por el joven Bardolet y su preceptor don Emilio, como le llamaba el joven al dirigirse a él.
Recién comenzado el otoño, el tiempo aún benigno convidaba a la gente a permanecer en la calle en grupos, a la puerta de las tabernas, en los alrededores de las fuentes, comentando todos el fenómeno del que acababan de ser testigos. Louise intentó explicar sus impresiones, pero no hallando las palabras adecuadas permaneció en silencio. Así llegaron ante la puerta del hostal, todos con la sensación de haber presenciado algo que les había proporcionado una especie de extraña felicidad.
Pere Oliveros se quedó observando a los viajeros y curiosos que se iban dispersando. Su cuerpo recostado contra el paredón, que emanaba un fuerte olor de orines, donde los viajeros recién llegados acostumbraban a vaciar la urgencia sus vejigas. Siguió con la mirada a la afectuosa madre francesa que cargaba en sus brazos a la niña más pequeña. Con sus vestidos sembrados de adornos, sus graciosos sombreros… Esa mujer no se merecía el olor a orines que la recibía y que le obligaba a pensar en cosas sucias. ¿Por qué vendría a Barcelona? Era evidente que no era de sangre noble. Pero tampoco era una de las que buscaría trabajo en las fábricas de indianas. Esas llegaban a pie, aunque vinieran desde Francia. Ella vestía bien y llevaba dos baúles. La mujer de un comerciante o un artesano caído en desgracia, concluyó.
Debería visitarla si se alojaba por allí cerca. Para conocer su profesión, su procedencia e intenciones, y le comunicaría que él era la autoridad en el barrio. Miró la empuñadura reluciente de su espada donde en ese momento se reflejó la última luz del cielo mágico. Una espada que junto al bastón le había entregado el alcalde mayor. Era el vecino mejor considerado, su moral era intachable, y hacía cumplir las ordenanzas. Todas. Se cuidaba de que los moradores de su barrio no echasen en las esquinas a los animales muertos junto con los desperdicios, de que no embozasen las fuentes con verduras y restos; se ocupaba también de los niños abandonados, les buscaba asilo.La francesa debería, si es que pedía residencia en la ciudad, firmar la carta de fidelidad al rey y a la iglesia, como se les exigía a todos los extranjeros. También controlaría las veces que iba a misa. Y cuando pensó en la misa, volvió su indignación por el ridículo San Pedro que habían puesto en el altar del taller. Hablaré con el patrón de la fábrica, se prometió cuando ya enfilaba hacia la calle dels Petons -o de los Besos, como traducían al castellano-, donde tenía su casa y taller. Calle dels Petons. Era bastante grotesco para un hombre como él vivir y trabajar en una calle que se llamaba así, pero ya estaba acostumbrado a que se rieran cuando decía su dirección. Aunque precisamente el vivir allí le había permitido asistir como espectador a la aplicación de la justicia desde su más tierna infancia. Era aquélla la última línea de casas frente a la Explanada, la del fuerte de la Ciutadella, donde se levantaban las horcas y donde se aplicaban los azotes públicos.
(...)
Capítulo 8 


(...)
– ¿Así que fue en el hostal? Oyó que decía la que vendía cintas a otra mujer que se cuidaba del montoncito humilde de ropa descolorida.
–Dicen que fue un golpe de aire. Y ahora ya no es nadie, ¡así es la vida! Suspiró la vendedora de ropa usada.
–Así lo encontré en el Hostal de la Buena Suerte –­agregó la mujer dejando caer los brazos a los lados y ladeando la cabeza, mientras abría los ojos enormes hacia el cielo­–. Más tieso que un canto.
Louise se acercó al oír que la ropavejera había sido quién encontrara muerto al calcetero en el hostal donde ella se alojaba.
– Cómpreme algo, señora. Mire, con sólo darle vuelta tiene un abrigo nuevo –. Y la vendedora le alcanzó una de las prendas que se amontonaban en el suelo a sus pies.
–¿Hostal de la Buena Suerte?, pues sí que no la tuvo el caballero –rió la mujer que vendía cintas, ¿no crees, Magdalena? …
Louise retuvo entre sus manos el paño del abrigo que le ofreciera Magdalena Cerpina. Era lana de la buena, quizás un poco áspera –Sólo un par de céntimos, señora; mañana se arrepentirá de no habérselo llevado–. Louise aceptó la oferta y ya se alejaba cuando oyó a la ropavejera, que vuelta hacia la vendedora de cintas retomaba su historia interrumpida, la de la muerte del calcetero. Entonces se detuvo, quería saber cómo continuaba.
–Juro que me asusté. Su enorme barriga, es lo primero que vi en el suelo. Y después su boca abierta y los ojos. Dicen que en el barrio hay otros que han muerto igual.
– ¡Calla, por Dios, sus almas deben estar aún entre nosotros! Y la cintera se persignó ofuscada y temerosa.
–Desde que comenzaron a cambiar de lugar a los muertos ocurren cosas raras. No deberían haberlos tocado –dijo un hombre de cara parecida a una pasa de higo y que llevaba atadas con un lazo a un par de cabras.
–Es el viento –insistió la ropavejera– dicen que les deja sin alma. ¿Qué cree usted, padre? –preguntaron al joven párroco que se había detenido a escuchar los comentarios. Pero el párroco no pudo contestar, una mujer enorme, vestida de negro riguroso y con mantilla, se abalanzó contra él.
– ¡Desgraciado, grandísimo bergante! ¡Has deshonrado a mi hija y embromado a las muchachas de todas las casas por las que has pasado! El insulto surcó el aire, y todos miraron asombrados hacia quien lo había proferido: ¡La señora Rafaela Milans! Los puesteros corrieron a separarlos. La madre ofendida tenía agarrado al párroco por la sotana, con tal ímpetu que en el forcejeo hizo rodar parte de la abotonadura por el suelo.
– ¡Más que de una dama su boca es de pescatera! Deslenguada, mentirosa, esta ofensa no quedará así, señora –. Las sonrisas y los codazos circularon entre los curiosos al oír las palabras del religioso.
–Lo sabe toda Barcelona… y se hace el desentendido. Será a él a quien juzgue el Tribunal de la Inquisición. –Dijo el quincallero a la vendedora de cintas. Y en ese momento la brisa sopló más fuerte, haciendo volar la percha donde colgaban los candiles de hojalata, que fueron a dar sobre el montoncito de ropa usada que la ropavejera siguió ofreciendo.
–A la muchacha Milans y a sus amigas dio por penitencia el disciplinarse desnudas, unas a otras, para abatir su orgullo y humillarse. Mientras él observaba el cumplimiento del castigo. 

El antiguo patio donde llegaban los trajineros en el Hostal de la Bona Sort






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