lunes, 25 de enero de 2016

Los sentimentales paseos urbanos

Los situacionistas habían apodado teoría de la deriva a aquello que se presentaba como un paseo por ambientes diversos, reconociendo en ellos los efectos psicogeográficos que ejerce el paisaje sobre los individuos y que, según la propuesta de Deborde, debería tener por resultado un comportamiento “lúdico constructivo”. La propuesta de aplicación de esta teoría era también la de poner al descubierto los hábitos que marcan nuestros recorridos urbanos y las fronteras invisibles, pero determinantes, que delimitan estos caminos habituales. Fronteras cargadas de prejuicios, ignorancias, prohibiciones, relatos anteriores y visiones erradas y/o heredadas acerca de los espacios que excluimos. La puesta en práctica de la teoría de la deriva proponía otra mirada, la disminución de esos márgenes fronterizos más o menos grandes hasta su completa supresión.

Esta actitud no es novedosa, ni lo era entonces cuando la enuncian a finales de los años 50 del siglo XX. Ya estaba implícita en Les Passages de Paris (1935), de Benjamin, y en Le Paysan de Paris (1926), que se supone inspiró a Benjamin, del poeta Louis Aragon. O en el mismo Breton, con Nadja y L’amour fou. Obras que hacen de los anónimos rincones de la ciudad lugares significantes por la experiencia vital que en ellos acontece. Así, Breton, Benjamin y Aragon fueron discípulos destacados de la flânerie, tal cual la describía el admirado Baudelaire*.

En varios artículos y ensayos aparecidos en estos últimos años se citan lo que hoy se ha dado en denominar como “cartografía emocional”, algo muy semejante a la propuesta de los situacionistas y a toda la genealogía que les precedió y que acabamos de citar. En uno de estos artículos se cita un estudio científico aparecido en el Proceding of the National Academy of Science. Este habría puesto en evidencia que la gente que transita por barrios más ricos es más feliz, y en los más pobres se siente más insatisfecha (¡!). Relacionando esta experiencia con la propuesta del artista y diseñador Christian Nold:

En su proyecto Emotion Map, los participantes de 25 ciudades exploran su barrio con un dispositivo que registra GSR, la denominada “respuesta galvánica” de la piel, un indicador de la respuesta emocional en relación con la localización geográfica (...)La cartografía emocional responde a uno de los últimos ejemplos de cómo utilizar los sensores que miden nuestras respuestas fisiológicas. Pese a que el proyecto de Nold se inscribe dentro de la experimentación, los resultados son sorprendentes: el 75% de los participantes expresaron una confusión entre sujeto y objeto, entre cuerpo y espacio, que Nold interpretaba como una nueva lectura sobre el entorno. (Lucía Lijtmaer, El Diario.es 29/1/2015)

La autora de la nota, haciendo mención de las implicaciones políticas de la cartografía emocional, pone el ejemplo del alcalde de una población que, sometido al experimento, había registrado un alto nivel emocional paseando por uno de los barrios más degradados. Lugar, precisamente, donde el alcalde había pasado su infancia. Como resultado de este paseo, y en la posterior puesta en común de la experiencia, prometió ocuparse de ese barrio (¡el efecto nos deja sin palabras!).

Continúa el artículo extendiéndose en la importancia para las smarts cities (red de ciudades inteligentes, de la cual Barcelona forma parte) de la aplicación de estos parámetros emocionales. En la ciudad de Heildeberg, por ejemplo, un estudio semejante demostró la relación entre estrés, entorno urbano y enfermedad mental. Este trabajo había tomado como base los datos de un estudio realizado en Londres según el cual, en el período comprendido entre 1963 y 1997, el número de enfermos mentales había crecido exponencialmente y sin relación al crecimiento de la población. Los primeros resultados son concluyentes: los habitantes que viven en ciudades sufren un estrés mucho mayor.

La periodista concluye que en la ciudad de Heilderberg :

La simbiosis entre tecnología contemporánea y cartografía está resultando providencial [la negrita es mía]. [Ya que] a partir de un mapa de alta resolución de su ciudad y un dispositivo móvil [se] permite realizar un seguimiento de las personas mientras caminan y trabajan. […] el siguiente reto es comprobar cómo cada zona [geográfica por la que se atraviesa] afecta al cerebro […] y al instante les pregunta acerca de su estado de ánimo o les envía una prueba cognitiva […]

Continúa el artículo mencionando las posibles ventajas de la aplicación de los datos obtenidos. Entre ellas estaría la de medir el agravamiento de tendencias esquizofrénicas derivadas del tránsito por determinadas zonas “urbanizadas espectacularmente”. También se recoge la utilidad de estos datos para predecir comportamientos de “masa”: comportamientos ante posibles catástrofes o diversos problemas derivados de la masificación de las ciudades. Aunque se alerta también acerca de una mala instrumentalización de estos datos, con la posibilidad de que empresas privadas los obtengan y la señalización y control de determinados colectivos.

Tanta tecnología da por resultado lo que todo el mundo sabe: la experiencia de las personas sensibles ante la depredación mercantilista y neoliberal de las ciudades, tal como lo hemos ido remarcando, podrían expresar, y expresan, un conocimiento semejante al que se desprende de estos trabajos. Donde lo que más llama la atención de todos estas “nuevas experiencias” es la manipulación de algo ya tan conocido como la flânerie (o la deriva urbana), encerrada en una prótesis tecnológica que la convierte en instrumento para implementar una planificación más “eficiente” de nuestras ciudades.

La manera de entender la ciudad que se desprendía de la deriva situacionista no contaba con esta domesticación. ¿Qué pensarían Deborde, Breton, Aragon, la misma Nadja, de la planificación eficiente que inspirarían sus paseos sin rumbo? “Eficiencia”, término que me remite irremediablemente a la economía liberal donde designa la relación entre el valor del producto y de los recursos utilizados para producirlo. Una vez más, aquello que servía para explicar nuestra Utopía, nuestra Revolución, sufre un desvío y se implanta como discurso desde el poder. La ciudad como discurso emocional, la ciudad como escenario de nuestros amores y nuestras reivindicaciones, la ciudad como espacio de intercambio de experiencias y superposición de rasgos culturales, se pierde. Y se pretende sintetizar en unos gráficos obtenidos por sensores que, probablemente, lo vaciarán de todo el contenido revolucionario. La tecnología amansa el discurso que, una vez más, nos lo devuelve desde los lugares de poder: científico, tecnológico al servicio de la planificación urbana “eficiente” (neoliberal). ¿Cómo sacudirnos la necesaria mirada pragmática que se impone hasta en el arte? ¡Qué festín para quienes ven en los seres humanos simples mercancías o futuros nuevos consumidores!

Aquello que nos construye como seres humanos, aquello que determina nuestro ser en el mundo es, entre otras cosas, la emoción frente al reconocimiento de ese algo que fue parte de nuestra vida y que habíamos ”olvidado”, como por ejemplo -y tal como se explica en el artículo que estamos comentando-, el rincón de un barrio pauperizado donde pasamos nuestra infancia. Esa es la llama que incita y justificará nuestro compromiso social.

Y es también aquello que explica, por ejemplo, la extensa novela En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Aunque Proust siempre ha sido concebido como un autor exquisito centrado en la descripción de su experiencia sensual, inspirada en los salones elegantes de París. Pero su obra, más allá del espacio donde se despliega su mirada, es la descripción de un aprendizaje, precisamente en esa otra forma de mirar que conlleva en ella misma el germen de la rebeldía. Pues es la instauración de una mirada lenta, y por tanto que se cuestiona y que se abre a ese tiempo diverso. Hacia el pasado como fuente de aprendizaje en los pequeños momentos, recuperados de las escenas cotidianos. Obra donde el autor busca, y al final encuentra en los espacios de la memoria, la razón de todo arte, y, ¿no es acaso la necesaria utopía una construcción poética del futuro?

Todo esto que ya está cartografiado en nuestras neuronas y en nuestro cerebro, sólo hace falta llamarlos adecuadamente para que se manifieste. Y todo ese caudal de energía y sentimientos es lo que se impide aflorar cuando las políticas urbanísticas interesadas desarticulan las memorias individuales, las historias pequeñas, los anónimos, en aras de un Progreso que todo lo “limpia”, lo absorbe y lo cubre de cemento, hasta ahogarnos.


Barrio de La Clota (Barcelona). 2015. Autora: Elsa Plaza.
¿Sólo a través de un dispositivo de última generación se hará visible la destrucción sistemática del paisaje urbano, de las redes de relación y ayuda mutua que ello ha conllevado? ¿De la enajenación que implica el deterioro y la precariedad laboral? ¿De las enfermedades mentales implícitas en los desahucios, concentrados en determinados barrios, de la visión de personas rebuscando en la basura para sobrevivir? ¿Qué persona, básicamente informada, no conoce que el exponencial aumento de las enfermedades mentales en las grandes ciudades está en relación directa con las crisis económicas, con la depredación del paisaje?
Parc de Nou Barris. Autora: Elsa Plaza

La colonización de los sentidos

La utilización eficaz de la cartografía emocional podría así consistir en diseñar reservas (al estilo pi-pi can), donde experimentar la sorpresa del desorden, la emoción de la protesta o del encuentro fortuito como catarsis, como purga para volver al orden. Ciertos jardines del siglo XVIII contaban con espacios expresamente diseñados donde experimentar emociones establecidas en carteles visibles para uso del paseante. Una vez más se utilizaría lo que ya se había usado, pero esta vez con ese sentido de la planificación eficaz.

Edificios desaparecidos en Horta y que conformaban parte de lo que había sido can Fontaner a la derecha se ve la torre del Moro (s. XIV),  la única edificación que dejaron en pie y que hoy se encuentra en estado casi ruinoso. Autora: Elsa Plaza.
La necesidad de controlar todo posible accidente en el espacio se justifica porque esto conlleva también la posibilidad de apertura a una fisura en la linealidad del tiempo. El tiempo donde se asienta la sociedad capitalista y que fundamenta el valor del trabajo. Un tiempo acordado como uniforme e igual para todos y con el cual se miden diferentes formas de transformar la materia o el pensamiento, realizado por diferentes individuos. En este tiempo, que se quiere uniforme, no cabe la mirada lenta, la que conlleva la crítica, la poesía, la protesta, la que hace al tiempo espeso y bien vivido. El tiempo lineal es el de la vida reglada, el que marcan los relojes y sobre el que se relata sólo la historia de los vencedores.

La diversidad en el espacio confiere la posibilidad de aperturas a la convivencia con otros tiempos diversos, no amaestrados en la organización del discurso sobre la ciudad, que se ha ido conformando a través de las diferentes administraciones, siempre representantes de élites de poder.

Un historicismo nunca contestado, una fe ciega en la inexorabilidad del Progreso, ha conducido al maltrato, al desprecio y al deseo de borrar casi todo rincón de la ciudad que, por el clima que allí reina, tuviera un toque de clandestinidad, denuncia y/ o de posible confrontación. Pero las ciudades no sólo son una red de calles, plazas y edificios. Son, tal como lo sugería Guy Deborde, planos interpuestos donde se desarrolla la vida. Pero a este tejido conformado por vida y espacios habitados y transitados lo han querido envolver con la malla de un urbanismo que coloniza el placer y lo mercantiliza hasta en lo más recóndito de los deseos. Intentando no dejar libre ningún espacio para la fantasía que no sea encaminada a la transformación de ésta en una mercancía prediseñada.

(…) la memoria que tan fácilmente se deja corromper, en esta sociedad corrompida por su forma económica y social, encuentra una fisura en la máquina temporal que llamamos tiempo, y en esta pequeñísima fisura que sólo ven los que no cierran los ojos ante lo que llamamos nuestro pasado, se abre por instantes, instantes que son una eternidad, un espacio de libertad que permite a la memora emerger lo que había estado hundido y condenado al olvido (Stefan Gandler).
Lavadero en el barrio de Horta,Can Fontaner, destruido, hace aproximadamente 10 años, para construir la ampliación de la calle Coimbra que no pasaba por allí. Autora: Elsa Plaza
                                

No puedo dejar de remarcar lo evidente: lo que para los hombres es una deseada cualidad, la flânerie -paseo sin rumbo por el paisaje urbano, expectantes de experiencias-, en las mujeres que practican esta cualidad puede revertir en un juicio moral, convirtiéndolas en “busconas”. Esperemos que esta duplicidad de categorías haya hoy quedado totalmente desfasada, y que nuestras flâneries se integren en las poéticas de la ciudad, sin más prejuicios.


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