sábado, 15 de diciembre de 2012

Génesis


Ya no recuerdo cuándo vi, por primera vez, los grafitos grabados en la pared del antiguo hospital de la Santa Creu. Es probable que fuera en la época en la que ocupaba un piso en el Barrio Chino. Cada día, acostumbraba a hacer el camino desde las Ramblas por la calle del Carmen, pasando frente al muro de piedra del hospital. En ese ir y volver, desde la aparente uniformidad de los sillares de piedra, fueron surgiendo las marcas, los dibujos, las letras. Intenté encontrar algún documento que me explicara su origen. También pregunté, pero nadie supo darme razón.
Son marcas de canteros o de los estudiantes que pasaron por allí, me decían. Aunque, intuía, había algo más.
El tiempo y la insistencia fueron uniendo las frases inconexas, las letras sin sentido, los pequeños dibujos. BEU, bebe, se ordena desde una de las inscripciones, a su lado un dibujo esquemático alude a una fuente. Bebe del agua que te ofrezco para calmar la sed de viajera errante; debajo, la promesa de un verano eterno: unos cuernos rematados por dos puntos.
Quédate, al fin, aquí. Para conocer la historia solo hay que tener la paciencia de saber, también, escuchar.


¿Quién fue Oliveros? -cuyo nombre aparece por dos veces repetido.
Acaso el testigo culpable de lo que, tres sillares más arriba, se relata en la frase que explica que hubo, una vez, un “fuego qui se apaga”.


¿Y la figura de la mujercita? Sus brazos en forma de asas, las manos escondidas, ¿están atadas a la espalda? Su cuerpo, una peonza, que le permitiría girar a un ritmo alocado, ¿consigue así volver al tiempo del relato? Aunque la falda es un triángulo perfecto, que permanece inmóvil, aferrada a la línea del cielo por los pies. Siempre boca abajo, como una criatura a punto de nacer, como el ahorcado del tarot. Como la ahorcada de Barcelona, la acusada de quemar el horno de pan que
estaba en la misma calle del Carmen, frente al lugar donde ahora permanece, siempre dispuesta a renacer.



Todo pudo ocurrir cuando las auroras boreales colorearon los cielos de la ciudad, para gozo y temor de sus habitantes... En una época en la que, los aspectos nocturnos de la experiencia humana pedían ser iluminados por el discurso de la razón. Y allí, detrás del muro de piedra se levanta, como símbolo de este diálogo, la Academia de cirugía.
Explicar la génesis de un libro es reiterar un lugar común, con el que también los escultores dan cuenta de sus trabajos: ya estaba allí, sólo había que aprender a mirar la piedra. La ciudad se presta a esos juegos, y dejar de ser extranjera en ella es, también, llegar a asirla en las marcas que guardan sus muros, en las historias de su gente. Ello otorga una carta de ciudadanía que las fronteras niegan, y que un urbanismo depredador insiste en ignorar.

Elsa Plaza

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