miércoles, 16 de octubre de 2013

A hole where the rain gets in... (John Lennon)

Sexta epifanía

La cita era en la estrella de la Plaza Cataluña, la que el movimiento 15M eligió como símbolo. Ahí los encontré sentados en círculo, como dos años atrás, jóvenes, entusiastas y desbordantes de esa empatía que tanto pregonamos como necesaria para todo cambio efectivo.

Caminamos después por la Rambla como viej@s conocid@s, nos guiaron hasta esa parte del barrio Chino que los paseantes locales evitan. Hay en la ciudad lugares donde, por más que se esfuercen los urbanistas diseñadores de “esponjamientos” –cuánto les ha inspirado este término y cómo les ha servido para sus negocios inmobiliarios- perdura allí un destino marcado por el drama, por la vida intensa, por la vida fuera del orden. Orden que esos mismos urbanistas desean imponer a todo. Inspirado en sus previsibles ganancias, pero justificado en una nueva estética la de tabula rasa: apisonadora, que borra todo rastro de esa vida que marca, que ensucia, que cuestiona y que delata las desigualdades flagrantes del sistema de la cual son sus representantes. De ahí el blanco mudo que eligen para sus intervenciones, finalmente efímeras porque, al primar las ganancias, sus diseños urbanos se ven superados por esa otra vida que insiste en fluir en los intersticios de sus pavimentos impolutos.


Eso ocurre en gran parte del Barrio Chino y como paradigma fortuito en aquel lugar al que, guiado por aquell@s jovencit@s, fuimos a parar: Arco del Teatro y calle Lancaster. Un edificio tapiado por ladrillos para impedir su okupación. Entramos a través de un agujero hecho en la pared: I’m fixing a hole where the rain gets in. And stop my mind from wandering. Where it will go... (Los Beatles siempre tienen una canción para acompañar nuestros instantes mágicos)... Y, desde la penumbra de la habitación a la que accedimos, comenzó a surgir la Barcelona de los años sesenta, intacta. Allí estaba. Tal como sucedía en la película Roma de Fellini cuando los obreros que estaban perforando el subsuelo de Roma para construir el metro rompían un muro y, ante sus ojos extasiados, aparecía una sucesión de frescos que representaban la vida cotidiana de la Roma imperial; ocultos en las entrañas de la ciudad durante siglos. Sólo un instante, el que medió entre las piedras que cayeron y el espacio delatado a la mirada... y el mismo aire que penetra se lleva todo consigo... Así, también el lugar que se abrió ante nosotros fue un superviviente casual, aunque mucho más cercano en el tiempo que el que mostraba la película de Fellini. Consiguió resistir a la obsesión por hacer de Barcelona el paraíso del turismo kitch. Un trocito de esa Barcelona que se extingue a fuerza de esponja financiera que todo lo xucla. Y ante nuestra mirada asombrada descubrimos, allí también, un mural, mucho más modesto y casero que el romano, producto de la habilidad de un artista del barrio y que los okupantes clandestinos de la casa, amorosamente, se habían encargado de sacar a la superficie. Dibujos que expresaban en sus trazos los gustos populares de una época: los años sesenta. Trazo negro y seguro para reseguir las curvas insinuantes de una serie de chicas que, recostadas sobre planos de tonos pastel, prometían fantasías de placer. Allí también permanecía la barra del bar, de madera, y la antigua cafetera; el guardarropas, y un salón muy estrecho con una habitación más estrecha aún, al fondo, quizás para atender a los clientes que, inspirados por los dibujos de las paredes, solicitaban servicios más íntimos... Algunos zapatos de tacones muy altos y piezas de ropa femenina habían quedado olvidados, como si quienes frecuentaron aquel local se hubiesen evaporado. Los nuevos okupantes, los del año 2013, se habían instalado tratando de alterar lo menos posible ese lugar en el tiempo. Allí habían dispuesto una biblioteca bien surtida y unos sillones despanzurrados. A la barra le habían devuelto a su antiguo servicio, porque algunas noches abrían el local para la gente del barrio y despachaban unas cervezas o una infusión. Y leían poesías o hacían música. Pero también el espacio servía de dispensario una vez a la semana, con un médico de guardia para visitar a quien lo necesitara, casi siempre inmigrantes sin papeles.
Las plantas superiores de la casa habían sido pisos, y alguno estaba ocupado. Unos jovencísimos padres de familia, con dos niños preciosos que jugueteaban por allí, víctimas de los innumerables desahucios, vivían en uno de estos pisos y nos acompañaron en la conversación. En aquel edificio abandonado habían encontrado un poco de solidaridad y la posibilidad de rehacer su hogar. Un proyecto ambicioso que requería compromiso diario, mucha ilusión y resistencia ante los embates de la “legalidad”. A los que seguramente iban a ser sometidos, sin piedad. Porque las leyes son implacables para las personas sin recursos y tolerantes para con los poderosos.


En esa esquina de Barcelona convivieron pacíficamente la memoria de un edificio y sus nuevos ocupantes. Ellos se cuidaron de guardar los restos, casi intactos, de ese atisbo de la Barcelona de los años 60: la cafetería Nueva y Moderna, abierta al público a comienzos de los años 60. Y donde, desde un clasificado de La Vanguardia del día 31 de enero de 1963, sigue ofreciendo trabajo a señoritas de 18 a 30 años para “dependientas de mostrador” con un sueldo semanal de entre 1000 y 3000 pesetas, “contando sueldo y gratificaciones”.

Cuando me descubrieron que detrás del agujero de la pared del edificio de la calle Lancaster 24 existía aún aquélla cafetería, estuve segura de que allí mismo había quedado prendida la mirada de Segismond Pons, el personaje de la novela La Marge, de André Peyre de Mandiargues. Y pensé que el lugar se merecía una lectura, en voz alta, de algún pasaje de la novela.

Ara Segismond enfila, a l’esquerra, al carrer Arc del Teatre (...) El paviment és tan esfondrat que el vianant només ha d'ocupar-se del lloc on trepitja, o deturar-se si vol observar boniques i miserables cofurnes on uns vells beuen companya de xicots que ja se'ls assemblen, sota garlandes de paper ennegrit com si hagués estat retallat abans de la guerra civil. Dos policies de cara verda, qui fumen uns cigars pudents, té la missió de recordar el règim furóncol als desmemoriats i als borratxos que tenen la sort d'oblidar-ho (... )
Uns passos més i el circuit resta clos: Sigismond es retroba davant la cafeteria que havia espiat poca estona abans i es plau a donar, a través de la mateixa finestra, un nou cop d’ull a les mateixes cambreres que alternen i discuteixen amb els bevedors galants que semblen els mateixos que els han precedits. L’arc és fetorós com sempre, gran pixador privat d’aigua. La Rambla bull plena de vida malgrat l’hora tardana. Al cel, navega una lluna que comença a minvar...

Lancaster 24. Supe después que allí también quedó la historia de Luis Gómez Vance, quien fuera presidente de la central de Víveres y que falleció, allí mismo, el día 18 de noviembre de 1958. Eso explica los Embutidos y Jabones que aún podemos leer anunciados en el muro exterior de la casa. La muerte del señor Gómez, seguramente, cambió el destino de aquel local, adaptándolo a los vaivenes de la historia que hacía descender en Barcelona a una pléyade de marines ansiosos de encuentros amorosos furtivos.


También fue aquel el domicilio del niño Francisco Serrat García, a quien el día 31 de octubre del año 1925 se le ocurrió beber lejía en un descuido de su abuelo que vivía junto a él, en el piso 3º 2º, y que fue trasladado al dispensario de la calle Marqués de Barbará. De ese mismo portal salió, una vez, el perro lobo de pelo oscuro y orejas pequeñas que “atiende por el nombre de León“ y que lucía un “collar de alpaca” aunque, a pesar de todo ello, se extravió, dejando a su dueño desconsolado y dispuesto a pagar una gratificación a quien lo hubiera encontrado en aquel día 5 de agosto del año 1931. Y quién sabe si en el silencio de una conversación interrumpida aún se puede oír el bullicio infantil de los alumnos la Escuela municipal de niños, ubicada en esos mismos bajos donde, 50 años más tarde, abriría la cafetería Nueva y Moderna... Allí también y en el mismo año de 1911, en el que funcionaba la escuela, se vendían dos aparatos fotográficos de marca Zeiss, y los vecinos (hombres) hacían cola frente a una mesa electoral allí formada.


Todas esas escenas ocurrieron allí mismo, como ocurrió también ese último esfuerzo realizado por las personas que abrieron ese agujero en la pared donde intentaron que la lluvia volviera a entrar y que la imaginación hiciera posible la utopía compartida. Duró poco, no sé por qué. Pero allí, seguramente, aún permanece esa biblioteca superpuesta al erotismo casero de las chicas de los murales; las charlas de los 15M con los okupas, superpuestas también sobre las mentiras de amor que vendían las jóvenes camareras de la cafetería Moderna; el ladrido de León, el perro lobo extraviado, y los gritos del abuelo cuando descubrió que el niño Francisco se había zampado un trago de lejía... Todo “el oro del tiempo”. Cuántos agujeros deberemos abrir para que la lluvia vuelva a hacer renacer todo lo que allí, en Lancaster 24, atisbé como posible, un día de primavera, hace de eso apenas unos meses. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario