lunes, 3 de abril de 2017

Viaje a Suecia

Me acostumbro ya a esta Europa que levanta barreras. Hasta hace un año, acceder al tren que recorre el puente de Oresund, que conecta Dinamarca y Suecia, era un hecho sin incidentes a destacar. Consistía en hacer el viaje que nos llevaba desde Copenhagen a Malmö sin conciencia, casi, de que íbamos a atravesar una frontera entre países. Sólo requería la alerta de no confundirnos y sentarnos en el vagón equivocado, uno de aquellos que se quedan en Kristeanstad; y entonces, quedarnos allí, detenidos en una vía muerta, o que nos condujeran de regreso hacia Dinamarca. Aprender que un mismo tren tiene dos destinos diferentes y saber elegir el que nos corresponde, como en la vida misma. Así, los ferrocarriles escandinavos repetirían la vida, siempre una elección, y ésta ha de ser la acertada; de otro modo… nunca se sabe. Pero, desde el año pasado, la policía controla a los pasajeros que suben al tren en la misma estación de Copenhagen. Aunque ya en estos últimos años se iba notando mayor vigilancia. Por ejemplo, en ocasiones, había visto a la policía irrumpir en el vagón, con el tren ya en marcha. Y, con su porte marcial de amargas reminiscencias (tan altos y altas; tan rubios y rubias; tan severos en sus gestos y miradas), pedir documentos y examinar a los pasajeros, comparando fisonomías y fotos de carnets y pasaportes. Sobre todo a los que exhibíamos nuestra evidente pinta no escandinava. Pero, quizá, ¿desde el verano pasado?, ha habido otro cambio: todo el anden Copenhagen- Kasturp está vallado. Vallas metálicas impiden el acceso libre a las puertas del tren ¿Cual es la empresa, fabricante de vallas para Europa, que se forra con el sembradío de más y más barreras? Junto a ellas policías, en grupo de cuatro o cinco, son los encargados de dar paso, previo control del que es imposible hurtarse. Recordé un miedo lejano, cuando regresaba desde Francia, a donde íbamos periódicamente a surtirnos de anticonceptivos prohibidos en España, y debía atravesar la frontera de Port Bou. Miedo de que descubrieran mi permiso de residencia vencido… los no españoles a un lado, y allí... despacito, haciéndome invisible, seguir camino disimulando. Entonces quizás se podía hacer. Hoy sería imposible.

Mi documento lo inspeccionó, con gran seriedad, una mujer policía corpulenta y bien pasada la cincuentena. La igualdad en los derechos laborales tiene esos inconvenientes éticos, hay trabajos que son odiosos y no deseables para nadie. Pero es notable por aquí la equidad laboral. Mujeres mayores de cincuenta años y de aspectos variados: entradas en carnes o delgadas, vestidas informales o elegantes, con tacones o con zapatos bajos, ocupan todo tipos de puestos: llevan trenes, son jefas de estación, presentan las noticias en la tele, dan el parte del tiempo o dirigen programas periodísticos (impensable en la tele española donde ser mujer y hacerse mayor ante las cámaras sólo se le permite a Mercedes Milá, o a alguna semejante, que sabe extraer barr de las vida de cualquier garrulo que se preste a llorar ante las cámaras).


Pasado el puente, el tren se detuvo. Largos minutos de espera y la respuesta la vemos aparecer desde la puerta del vagón vecino: otra vez la presencia policial. Esta vez son tres, acompañados de un perrito juguetón. Me sorprende el animalito que no concuerda con el aspecto de los uniformados, parece una broma, como si en vez de armas de fuego llevaran una varita mágica con una estrella en la punta. Una especie de peluche que va tironeando de la correa y los adelanta, moviendo la cola. Más bien pequeño, blanco con manchas marrones, cara simpática y morro respingón que desliza por el suelo del vagón con alegría infantil. Hasta que tropieza con la maleta que yo guardé bajo el asiento. “¿Es suya la maleta?” Me interroga una mujer policía, esta parecida a Charlize Theron. Sí, respondo, y previo paso por el morro del perrito, la maleta es absuelta de toda sospecha. Esta vez no son las personas las que interesan: ¿serán armas, explosivos, drogas...?

El tren de Kasturp a Karlskrona

La escena me reafirma en la evidencia de que, en este último año, los habitantes de Europa vivimos obsesionados por amenazas de toda índole, ante las que hace falta blindarse. Pero, hace unos días, en Francia, un adolescente disparó contra sus propios compañeros en un instituto de secundaria. Creamos psicópatas, nos gobiernan ellos, dirigen empresas y son modelos de éxito empresarial. ¿Cómo blindarse ante la enfermedad mental del siglo? Si sus síntomas son exaltados como atributos necesarios para labrarse un espacio en el mundo empresarial: la falta de empatía hacia el prójimo, tan necesaria para convertirse en un buen competidor o para hacer de toda desgracia una oportunidad de apertura de un nuevo mercado. Así, la agresividad es un don apreciable y necesario, y ello se enseña en las clases de marketing, se muestra en los juegos, domina las relaciones entre famosos de pacotilla, se exhibe en las redes... Uf!!!, uf!!!! Me sofoco. Y regreso al vagón del tren que me lleva a Karlskrona. El día ya se hace largo, y siendo más de las cinco, desde el tren, aún se divisa el campo. Es el mes de marzo y aunque el invierno perdura no hay nieve, y unos tímidos brotes van asomando sobre los campos de cultivo. Los árboles siguen desnudos, tendiendo sus brazos negros contra el cielo gris. Sólo los pinos insisten en su siempre eterno verdor.

De pie en el pasillo, una mujer me dice algo en sueco y me muestra un papel impreso. Entiendo que quiere que le deje mi plaza del lado de la ventanilla; me corrobora la evidencia mi compañero de asiento. Me lo explica en inglés; con mi inglés elemental le digo que por qué, si en mi billete no se me otorga plaza fija, la mujer sí la tiene y es justamente la mía. Me responde que se paga para tener plaza preferente, se hace reserva desde internet. Me pongo de pie para dejarle mi “plaza preferente”. El hombre, amablemente, me dice que es él el que se va, y me deja su lugar del lado del pasillo. La mujer se sienta, tos acatarrada, mira ávida hacia la ventanilla que es solo suya, trata de engullirse el paisaje, gris y plano, de Scania.

Scania, allí donde ocurren las novelas de Henning Mankel
Allí, donde ocurren las novelas de Henning Mankel. Un paisaje rural, con ciudades pequeñas, casas de cuentos de Navidad, de madera con ventanas iluminadas y visillos que dejan ver el interior (nunca hay nadie, a pesar de mi insistencia en la búsqueda de un signo de vida humana). Los pasajeros silenciosos suben y bajan, solo un extranjero se atreve a mantener una charla, a voz en cuello, con su móvil. Repite, una y otra vez, como en una famosa canción de Bolliwood: ¡Halló!, ¡Halló!... ¡halló!, ¡halló!, y estoy a punto de ponerme de pie y hacer el saltito que me enseñaron en clase de zumba: mano izquierda sosteniendo codo derecho, mano derecha girando con el dedo índice extendido hacia la oreja...., paso a la derecha, paso a la izquierda cambiando de mano.

Dirijo mi mirada hacia el pasillo, para no interceder en el ángulo de visión privatizado por la pasajera acatarrada, y tropiezo con un primer plano de manos que se mueven con habilidad y precisión. Acaban en uñas aguileñas, larguísimas y de color fucsia, no son postizas, se nota que crecen desde la carne de esas manos regordetas, blancas y bien hidratadas que se afanan con una labor de aguja, es un cuellito de lana multicolor. Las manos de la pasajera me llevan a las manitas de cerdo, las que solían exhibirse en las carnicerías sobre platos de metal, mi madre las servía con ajo y perejil picados. Y esa relación caníbal de mi pensamiento se encadena con las uñas lacadas en rojo de mi abuela que, de niña, yo intentaba morder; mi abuela, ante mi gesto, apartaba mi carita con la mano que tenía libre, y no me decía nada, como si mi intención no tuviera ninguna importancia.

Karlskrona

Amanece en Karlskrona, y a pesar del calor seco y sofocante de la habitación donde paso estos días, sé que afuera hará frio. Los 8 o 9 º C de temperatura, que unos números insistentes señalan sobre la pared de un edificio, indican que el frío no es intenso, pero sé que el viento hará que nosotros, peatones, caminemos ajustándonos cuellos y bufandas. No hay nieve, invierno eran los de antes, me dicen, cuando para salir de casa teníamos que hacerlo provistos de una pala para hacernos camino. La práctica del verso de Machado: caminante no hay camino, se hacía cotidiano. Silenciosa Karlskrona, de acento lánguido y palabras entrecortadas y suspirosas. Cantan mucho cuando hablan estos suecos de Blekinge, tanto que el intentar imitar el sonido de sus palabras es un difícil ejercicio de rítmica sincopada y de muecas con los labios. Pronunciar sus vocales para que suenen inteligibles al chófer del autobús, cuando pido un billete hasta Öljersjö, necesita de largo entreno previo.

Karlskrona desde la ventana de la habitación
En la Landsvägrg está el local de la Cruz Roja, Röda Korset, en cuyo umbral yace una estrella de bronce con una de sus puntas heridas por las pisadas del uso, donde se inscribe el nombre de lo que en un tiempo fuera una hamburguesería. Ahora el local es sede de los despojos de las casas que se desmontan y donde se puede adquirir todo lo que dejan los muertos tras de sí, o de los vivos que deciden nuevos rumbos y se deshacen de los objetos que ya no desean. Allí paso largas horas, miro bordados en punto de cruz, cortinas o manteles delicadamente decorados con los colores de la región de Blekinge: rosa y azul, para flores y cenefas; tapices con temas populares, cañamazos de lino, vestidos muy usados y muy lavados cuelgan lacios, muebles, artefactos eléctricos, lámparas. Biblias o misales lujosamente encuadernados y con el nombre del o la propietaria en la primera página. Un nombre escrito con pluma y tinta, y ese tipo de letra antigua, de los que han aprendido caligrafía o de quienes apenas saben escribir, letras que ya nadie tiene. A veces, a ese primer nombre se suceden otros, de caligrafía diferente, más instruida. Así, aquellos libros religiosos se amontonan en uno de los estantes del local. Me tienta la idea de comprar algún ejemplar, sobre todo me atraen esos que contienen largas listas de nombres y fechas de nacimientos y muertes que ocurrieron en el siglo XIX y atravesaron el XX, para después perderse en el olvido, y que explica la historia de una familia que, de pronto, dejó de tener herederos para su fe. Pero me digo que excederían el peso permitido para mi equipaje, y, además, qué haría con ellos, si no sé ni leer en sueco. Y después de acariciarlos, los devuelvo a su rincón: Y herida como un sable de remate ves llorar la Biblia contra un calefón, como decía Discépolo. Siglo XXI.... sigue siendo Cambalache.


Unos metros antes de llegar al local de la Cruz Roja, en esa misma calle (una de las más desoladas de Karlskrona), hay una peluquería, y al lado, un local que exhibe objetos de arte y artesanía “realizados a mano”, como puede leerse en letras escritas sobre el cristal del escaparate. Es una incógnita la persistencia (sobrevive desde hace años) de un comercio de estas características, donde se vende lo que a pocos pasos se paga veinte veces menos. Porque lo que allí ofrecen es lo mismo que podemos encontrar en la Cruz Roja. Al menos, es lo que adivino si me valgo de lo que se exhibe en el escaparate, cuyo contenido permanece inalterado desde hace cerca de 4 años. Allí, el tiempo va dejando apenas una huella sutil, es la de la luz solar que va destiñendo el paisaje que se yergue sobre todos los demás objetos amontonados. Se trata de un grabado, a color, de un artista de la región, informa una etiqueta, donde se agrega el precio: 3000 coronas (unos 300 €). A sus pies, un rey sapo coronado, de cerámica, ríe de la pretensión y lo acompaña otro sapo, ¿jefe de su guardia real?, más grande y que aprisiona un arma larga entre sus brazos; el Buda de porcelana gris ya no ríe, sino que se parte de risa, y su enorme barriga tiembla en la carcajada. Otro cuadro, este pintado al óleo con mucho azul, quizás una marina malograda, se ofrece a un precio extraordinario… Intento mirar hacia el interior de la tienda, pero dentro nunca hay luz. Sobre la puerta, una nota escrita a mano informa a los interesados dirigirse a la peluquería de al lado. 
HERR FRISÖR (peluquería de caballeros). La peluquería y el peluquero tienen sus rituales y su estricto horario, de 9 a 16 hs., siendo que de 12.30 a 13.30 cierra por LUNCH. Todos los días laborables el peluquero, un anciano muy alto, aunque sus muchos años le hayan encorvado la espalda, planta, sobre el frente de la peluquería, el palo de madera que sostiene la bandera sueca. Aquella es la señal de su presencia en el local. Y, puntualmente, a las 4 de la tarde, recoge la bandera. Creo que sólo una vez le vi atender a un cliente (o quizás haya sido sólo un sueño). Permanece allí, sentado en un sillón, el cuerpo inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas, apenas adivino su gesto en la oscuridad del interior del local. ¿Qué piensa mientras deja pasar las horas ? ¿Qué piensa el peluquero y comerciante de antigüedades? ¿Cree aún que el negocio puede remontar, algún día?


El local de los objetos “hechos a mano” es un anexo a su profesión principal, la de peluquero, puesto que es en la peluquería donde pasa todas las horas laborables. ¿Cómo se le ocurrió abrir ese otro local? ¿Es él mismo quien realiza alguna de las obras que exhibe? ¿Es un lugar donde amontona lo que va encontrando, o donde viejos artistas locales depositan sus obras, con la misma esperanza de que alguien aprecie lo que ofrecen? Imagino para él una soledad de viudo o divorciado, de desayuno en una cocina atestada de objetos y escasa de comestibles, sorbiendo el café con mucho ruido, como suelen hacerlo los suecos campesinos, y untando con gruesos trozos de mantequilla una rebanada de pan oscuro. Con su andar encorvado va hacia la puerta, antes de abrirla se calza las botas y el abrigo que cuelgan de un perchero oscuro de madera. Y sale a la calle, como todos los días, va hacia su peluquería donde lo espera la bandera que debe hacer ondear para explicar, a todo el que pasa, que aún resiste .

En este, mi último viaje, encontré la peluquería cerrada. En la puerta había una pequeña nota escrita con letra temblorosa y envejecida, en ella se anunciaba que la peluquería permanecería cerrada hasta el jueves, y firmaba con su nombre: Hans. Pensé que quizás Hans ya no volvería, que, tal como denotaba su escritura, estaba ya muy viejo y el temblor era un síntoma de alguna enfermedad que lo habría llevado al hospital. Pero no, el peluquero estaba allí el jueves anunciado, y sentí un cierto alivio al verlo, porque con su presencia continuaba mi propio tiempo en aquella ciudad. Mi madre seguía viva, Hans volvía a la peluquería, el local de la Cruz Roja estaba en el mismo lugar y la pintura continuaba destiñéndose en el escaparate. Y yo, yendo y viniendo por aquella callecita gris de Karlskrona, con un único árbol que la precede, de ancho tronco y de melena greñuda, como leñosa Lady Godiva. ¿Hasta cuándo? Es todo tan frágil, como la salud de Hans.