viernes, 30 de septiembre de 2016

Las tristes pianistas de la línea amarilla

Elsa Plaza
Tocan a Chopin, serias, nunca sonríen, con sus pianos eléctricos y el amplificador a un lado. Ahora son dos, que se turnan. Son tan parecidas, aunque hubo una primera con un teclado muy sencillo que ocultaba, con su sonido de plástico, la habilidad que demostró con el nuevo. Ya no se acompaña con el chimpúm de fondo que utilizaba antes y desmerecía la ejecución. Suenan las teclas en un solo virtuoso, que surge de la suave caricia, casi vuelo, sobre la sonrisa amarga que imitan las teclas, a modo de compensación del hieratismo de las ejecutantes. Vestidas con la austeridad de una portera de monasterio, sus caras redondas y muy blancas, enmarcadas por el cabello castaño que recogen, pulcras, en un rodete que llevan hacia la nuca. No miran a los viajeros que pasan a su lado, y nunca he visto a nadie que se detenga a escucharlas, ni que hable con ellas. A ellas tampoco se las ve dispuestas a decir nada. Concentradas en el devenir de sus manos y, quizás, en la música con la que rocían el pasillo del metro. Aquel que comunica, en la estación Maragall, el sofocante andén de la línea amarilla con el más vital de la línea azul. Allí, un mendigo, como escapado de una pintura de Brueghel, se acoda contra una muleta de madera y extiende un vaso de cartón ante los viajeros que pasan de prisa para no perder el metro, que abre sus puertas para tragarlos y desparecer.

Pero las pianistas son ajenas al ritmo de ese tiempo subterráneo marcado por el minutero que anuncia la entrada de los trenes. ¿En qué piensan las pianistas de la línea amarilla del metro? Como diseñadas para vivir esos únicos momentos en los que aparecen con sus carritos de la compra, donde transportan su arte. Para luego, parsimoniosas, instalarse en su espacio reservado para usos musicales que el transporte metropolitano de Barcelona ha diseñado para tal fin. Extraen del carro, en orden minucioso, cada uno de los artefactos necesarios para convertirse en las pianistas del metro. Sobre el mínimo banquito, que previamente han desplegado, acomodan prolijamente sus faldas antes de sentarse -nunca llevan pantalones-, y ocupar su lugar detrás del piano. Con la espalda perfectamente erguida, tocan a Chopin, a Schumann, siempre los románticos, pero sin cerrar los ojos, ni elevar las manos con gestos expresivos, como suelen hacer otros pianistas.
¿Qué hay antes de esos momentos, o después de ellos, cuando regresan por donde llegaron? ¿Hacia dónde regresan? Tan transparentes de aspecto y tan compactas en su pasado o su futuro. ¿Son dos (o tres)? Las puedo evocar, vestidas de invierno, bajando por una calle de Bucarest cubierta de nieve, camino del conservatorio de música. De eso hace ya tanto tiempo que la imagen, en sus mentes, quedó casi borrada. Quizás es ese mismo pasado, que ellas sienten tan lejano, el que las hace tan solo presentes allí, en ese rincón del metro contra la pared de azulejos. Sin una sonrisa, sin más sueños que el que les presta un nocturno de Chopin.
Pero hubo una excepción. Hace un tiempo, una de las dos (o tres), quizás la mayor de ellas, la más transparente de todas, esbozó un gesto, una sonrisa, a un perro enorme que llevaba atado el segurata del metro. Le sonrió, fijando su mirada al hocico que el perro tenía encerrado detrás de una especie de jaula. Inclinó su cara ante él y sus labios se alzaron hacia las comisuras. Y el perro le sostuvo la mirada; sus ojos entristecidos de animal atado parecieron querer comunicarle algo.

Luego de unos días, volví a interceptar otro gesto cómplice entre ellos. Cuando el perro pasó a su lado, prisionero de la tensa correa que retenía su amo, ella extendió el pié por debajo del piano eléctrico y rozó suavemente su barriga. El animal entonces exhaló un leve gemido, apenas audible. Y en sus ojos perrunos se adivinó la intensidad de un afecto que acababa de nacer. Entonces ella atacó un allegretto, mientras el perro continuaba su camino, bien sujeto a la correa, pero esta vez iba agitando, acompasadamente, su cola.
Foto: Carlos Barajas
No me cabe duda de las señales que se fueron intercambiando durante días, o quizás meses. Hasta que llegó el momento en el que al pasar junto a la pianista, creo la mayor de todas, el perro se quedó plantado. La miraba de frente; su amo quiso seguir el camino hacia la escalera mecánica y estiró de la cuerda, pero fue inútil. Ella entonces comenzó a tocar haciendo, por primera vez, muchos gestos. Levantaba los codos, cerraba los ojos y acentuaba exageradamente los acordes.
Y el segurata estiraba al mismo ritmo la cuerda, hasta que se dejó vencer por un conmovedor vals triste. Y lo vi seguir solo su camino hacia la escalera mecánica, con una lágrima rodando por sus mejillas y la correa del perro entre sus manos. Entonces vi a la pianista, por primera vez, dejar el marco de la pared de azulejos, donde se recortaba su figura erguida de pianista y, acercándose al perro echado a sus lado, abrir la especie de jaula que le mantenía encerrado el hocico.

Barcelona / Armilla septiembre, 2016