miércoles, 23 de octubre de 2013

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (segunda parte)

Séptima epifanía

(primera parte aquí)

Me quedé detenida sin animarme a bajar las escaleras, no veía el final de ellas y tuve miedo. Entonces busqué el mechero en el fondo de mi bolso, intentando dar luz a ese espacio desconocido que se abría ante mis pies. Bajé a tientas y di con una puerta formada por paneles de cristales opacos. El tango seguía: Esta noche amiga mía el alcohol nos ha embriagado que me importa que nos miren y nos llamen los mareados. Giré el picaporte y ante mí se abrió un espacio iluminado por una luz tenue que envolvía a los que por allí deambulaban. Al fondo, una barra de bar hecha con listones de madera de dos tonos y cubierta por una encimera de formica roja. Pensé que había perdurado intacta desde los años cincuenta o sesenta, igual que las mesas, de patas delgadas y abiertas, que se distribuían siguiendo un banco corrido, forrado de plástico también rojo. Un gran espejo, al fondo, duplicaba el espacio.

Parejas enlazadas seguían apasionadamente el ritmo de los tangos. Busqué con la mirada a mi hombre. Distinguí su figura sentada frente a una copa que acababan de servirle. Me acerqué a la barra, desde allí podía observar mejor su imperturbable gesto de pasmado feliz.

Supe enseguida que aquel lugar no era para una mujer sola y menos para quien no sabía bailar tangos. Charo de Nualart me había hablado de sitios así donde ella, burguesa y excéntrica, se escapaba a bailar cuando su marido estaba de viaje, lo cual sucedía dos o tres veces por semana. Charo era una experta en esa danza.

Mis fantasías eróticas nunca habían peregrinado hacia los brazos de esporádicos acompañantes que me hicieran girar durante los tres minutos que dura un baile. Pero sobre todo, y a pesar de que la música y las letras de los tangos me entusiasmaban, el aprender a bailar dejó de interesarme cuando me di cuenta que la práctica de esta danza era como una militancia política. Había que dedicarle tiempo, entusiasmo y devoción. Y yo desde hacía años huía de las fidelidades, me había aburrido durante demasiado tiempo practicándolas. Pensaba en todo eso mientras bebía la cerveza que un camarero de pajarita negra me había servido. Tenía mucha sed y no sabía qué estaba haciendo allí, así que pedí una segunda vuelta. Repasé una por una las parejas que evolucionaban por la pista de baile, no eran ni viejos ni jóvenes, eran tal como yo veía a los mayores -mis padres, mis tíos- cuando era pequeña. Todas las mujeres llevaban faldas y tacones altos, todos los hombres americanas y corbatas.

Yo desentonaba con mis botas de suela de goma y tejanos, pero nadie parecía mirarme y tampoco me importaba. Él seguía con su mismo gesto de lejana beatitud apurando una copa que parecía inagotable.

Una mujer se acercó a la barra, estaba también sola. Llevaba el pelo crepado, duro de laca, y la mitad de sus grandes senos asomaban desde el escote de un vestido estampado. Me preguntó si era la primera vez que iba allí, pues ella nunca me había visto. Le respondí que sí.


-Acá todos nos conocemos, ¿sabés? ¿Y vos viniste sola o esperás a alguien?
-Vengo detrás de ese -respondí como bromeando, mientras señalaba a mi hombre.
-¿Ese?, ¡¿qué le viste?! Tiene fama de raro -agregó en tono confidencial, acercándose a mí tanto que olí la laca dulzona con la que había rociado su peinado. -Habla poco, y solo baila cuando ponen los tangos de D’Arienzo, será por lo de “El Rey del compás”. En Argentina a D’Arienzo le decimos “El Rey del compás”, y como a ese parece que le falta el alma a lo mejor necesita que alguien se la sople desde afuera. Con D’Arienzo nadie se resiste. Muchos prefieren bailar con Pugliese, es más intelectual, demasiado difícil para mi gusto, che. Así que vos y ese tipo…
-¿Y tú con quién bailas? -pregunté interrumpiéndola, pues no quería tener que explicarle la ridícula historia que me había llevado hasta allí.
-A mí me gusta el tango clásico. Vengo a bailar sola todos los sábados desde hace mucho tiempo-. Acabó la frase mirándome de reojo mientras encendía un cigarrillo que dispuso en la punta de una boquilla negra con estrellitas plateadas.

La música invadió de nuevo el local, esta vez el compás era marcado por un ritmo sincopado, tango también pero más ligero, más vibrante.

-Ahí tenés a D’Arienzo, ahora vas a ver bailar a tu tipo -me dijo la mujer, codeándome para que girara la cabeza y que no me perdiera el anunciado espectáculo.

Entonces vi al caballero nocturno hacerle un gesto casi imperceptible de invitación al baile a una mujer. Ella le respondió bajando sus ojos, enmarcados por los finos arcos de unas cejas delineadas con lápiz. Los dos se pusieron de pie y se encontraron en la pista de baile. Él bailaba casi sin rozar el cuerpo de su compañera, pero los dos parecían haber ensayado sus pasos infinitas veces. Vi los pies pequeños de la mujer, calzados con sandalias de tacón que presionaban un empeine regordete, girar airosos siguiendo los zapatos brillantes y acordonados del bailarín.

-¿Cómo hacían para saber cuando había que cruzar los pies, avanzar, esperar a la pirueta, arremeter con el compás? -pregunté a la mujer que tenía a mi lado
-Si querés te enseño –respondió decidida.
-Esto no es una verbena, aquí las mujeres no bailan entre ellas. Los roles están tan marcados. Los hombres tan hombres, las mujeres tan mujeres, si parece todo de otra época.
-¿Qué época? Acá siempre es así. Pero sólo hay una excepción, yo. Yo sólo bailo con mujeres.
Solo atiné a decir -¡Ah! -mientras ella continuó:
- Ya están acostumbrados a verme bailar con mujeres, todos saben que en el tango solo puedo llevar, no me sale el dejarme llevar. Me acostumbré así… A veces, siento que bailando me convierto en un varón.
-Pues, no se nota- dije estúpidamente mientras miraba sus enormes senos que pugnaban por escapar de su vestido ajustado.
Y entonces me cogió de la mano y con un enérgico -¡Vamos!- me llevó hacia la pista.
-Vos sólo seguí lo que mi mano en tu cintura te indique -me aconsejó.
Y entonces no sé si fue por efecto del alcohol, la música o el arte de aquella mujer que sentí que podía bailar, a pesar de que la suela de goma de mis botas hacía bastante difícil arrastrar mis pies, como se requería. Pero todo inconveniente era salvado porque la música de “El Rey del compás” se había metido en mi cuerpo, y ya nada me importaba más que hacerla salir en forma de exactos movimientos.

Seguí bailando hasta que D’Arienzo se agotó, entonces le sucedieron otros tangos con letras nostálgicas. La gente volvió a sus mesas y a encargar bebidas.

Volví a ocupar el lugar que tenía junto a mi acompañante. Y desde allí, observando a ese hombre que, ajeno a todo, me había llevado hasta ese rincón del Carmelo, pensé que quería tenerlo cerca, olerlo de nuevo.

-Hace mucho que viene por aquí –pregunté a mi maestra de tango, señalándolo.
-Dale con el muñeco -me respondió -¿No te das cuenta que es como un muerto? Sólo invita a bailar a quien se le pone enfrente, no busca con la mirada, a él lo encuentran. Vos también lo encontraste, ¿no es cierto?

Era cierto lo había encontrado, pero, ¿para qué?, ¿por qué? Si lograba bailar con él quizás lo sabría.

Fui en busca de su mirada, me senté en una mesa frente a él. Había que esperar otra vez que la música de D’Arienzo lo motivara ¿Cuánto tiempo pasó? No sé. El ambiente se volvía más espeso, mucho humo y movimientos extraños de idas y venidas a los lavabos. Se lo hice notar a mi acompañante que me había seguido hasta la mesa.
-Parece que por aquí la cerveza provoca ríos -dije chistosa y señalando el tráfico de idas y venidas que atravesaban las puertas de los lavabos. Ambas pintadas de color beige amarillento y donde para diferenciarlas habían mal dibujado unos labios pintados en una y un sombrero de copa en la otra. Inocentes objetos que, seguramente sin intención expresa, remitían a una manifiesta simbología genital. Entonces me llegó diferida la respuesta de la mujer que tenía a mi lado.

-No es la cerveza, es coca. Un nariguetazo y bailan toda la noche, frescos como lechugas.
-¿Y tú también?
-Avisá piba, yo no me quiero morir joven. Mirá, ¿ves aquellos de pie en la esquina de la barra? Son polis, ellos son los que la traen y la reparten. Y después dicen que con Franco se acabó la juerga.
- Pero Franco murió hace ya años…
- Nena, ¿qué te pasa, la cerveza se fue al cerebro? ¿Desde cuándo Franco está muerto?
- Quizá, cuando sucedió tú estabas en Argentina, pero si fuera así…

Y continué con un discurso sobre las posibilidades que había para que esa mujer hubiese permanecido, durante años, ignorante de la muerte de Franco.
Ella ya no me respondió y yo acabé pensado que, tal vez, fuera una de esos rezagados añorantes del Caudillo que aún pensaban que volvería, si no él en persona sí sus ideales…Y entonces, comencé a desconfiar. ¿Quién era en realidad? ¿Y si formaba parte de esa red de siniestros personajes llegados durante la última dictadura militar argentina para delatar exiliados?

Ella, ajena al devenir de mis pensamientos, miraba con atención la pista de baile y fumaba muy despacio, echando el humo en forma de nubecitas. Mientras tanto el hombre que me había llevado hasta allí, tal como lo anunciara la argentina, no había vuelto a bailar. Permanecía inmóvil, con los dedos de su única mano rígidos sobre la mesa, el índice señalando algo y los otros dedos retraídos.

Ya de madrugada, cuando muchas parejas se habían ido y otras se miraban intensamente a los ojos, volvió a sonar la música de D’Arienzo. Entonces, me puse delante de la línea de visión de mi hombre. Y cuando cabeceó supe que era a mí a quien dirigía la señal. Cerré los ojos asintiendo y acompañando este gesto con un leve movimiento de cabeza hacia abajo. Y fui hasta la pista, allí nos encontramos. Vi de cerca su cara lisa y brillante y su pequeño y negrísimo bigote asardinado. Sentí su única mano posarse apenas sobre mi cintura. Yo busqué la ausencia de la otra y allí, donde ésta debía comenzar, me así a un costurón de carne que ofrecía al tacto la experiencia de una forma nueva que contenía toda la sensualidad de la repulsión. Al principio lo rocé con delicadeza, pero cuando  su única mano indicó a mi cuerpo lo que debía hacer, sujeté decidida aquella otra forma cálida dibujada con los relieves de una antigua herida. Y como si me viese en una película, supe que mis pasos se correspondían exactamente con los suyos, y fue entonces cuando me dijo:
- No te preocupes, lo estás haciendo bien.

No volví a oír su voz y no pude distinguir su acento. Era una voz plana, anodina, que me había llegado como desde un interior vacío. Pero el olor a menta, tabaco y azahar de los hombres de mi infancia volvió a mí, mezclado con esa pizca de humedad que exhalaba su traje.

¿Con qué medida expresar el tiempo en el que me dejé llevar por el extraordinario caballero de mano ausente y mirada vidriosa? Cuando la música acabó me acompañó hasta mi mesa, y al dejarme imitó una pequeña reverencia, se acomodó la americana y dio media vuelta. Cruzó la pista y le vi buscar la puerta de salida.

La argentina también se había ido. Miré mi reloj, se había detenido a las diez de la noche. Al salir del local respiré hondo, la media luz de la mañana y el frío me sorprendieron. Tenía sueño, mucho sueño y ganas de volver a casa.
Al pasar por la boca del metro de Horta le vi otra vez, mi hombre caballeroso bajaba las escaleras. Y seguí nuevamente sus pasos como una sonámbula.

¿A dónde quería llegar? Sabía que todo había acabado, y estaba casi segura de que en cualquier momento se desharía en el aire convertido en humo, en el mismo humo que había exhalado la fumadora argentina que esa noche me había acompañado. Hice el gesto de bajar yo también las escaleras, pero el cansancio y lo ridículo de mi situación me vencieron y continué mi camino alejándome hacia la plaza Ibiza.

Cuando llegué a casa me eché en el sofá y allí mismo comencé el relato de esta historia hasta que el sueño acabó con mi conciencia.

Días después, la obligación de entregar uno de mis trabajos a una agencia que tenía su sede casi al final de la calle Hospital condujo mis pasos hasta la tienda de “Ropa para el caballero elegante. Ropa Deportiva y de trabajo. RIUS s.a.”. La misma tienda cuyos maniquíes habían llenado de terror mis paseos infantiles por aquella misma calle. Me detuve allí atraída por lo que antes había sido repulsión. 

Sastrería fotografiada por Francesc Català Roca
La tienda festejaba su ochenta aniversario y como repaso de su historia habían dispuesto, enmarcados en metal, varios recortes de periódicos que hacían alusión a ella. Entre éstos uno que anunciaba la próxima inauguración para el mes de septiembre de 1912; otro en el que el marqués de Comillas aparecía fotografiado comprando en la tienda, en junio de 1927. Y fechado el 11 de mayo de 1964, el viaje del señor Rius -hijo del fundador de la empresa- a Buenos Aires, donde inauguraba una sucursal. A su lado la señora Rius, originaria de la ciudad del Río de la Plata, reía a la cámara mostrando su generosa pechuga que escapaba del escote de un vestido ajustado. Entre sus dedos sostenía, con gesto descarado, una boquilla en cuya punta humeaba un cigarrillo. Confundida por la coincidencia que me remontaba a la extraña noche vivida en el Carmelo, busqué una respuesta en los maniquíes que seguían sonriendo, y advertí entonces que una mano se había desprendido de uno de ellos, el más alto, el de pelo negro y bigotitos asardinados.   

sábado, 19 de octubre de 2013

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (primera parte)

Séptima epifanía


(Para Carlos Moreira)

Algo pasó aquella noche que alteró la lógica de todas las convenciones, incluso aquella por la que creemos que el tiempo es unidireccional y que a noviembre le sucederá, inexorablemente, diciembre.

Meses después, cuando quise volver a recordarlo, busqué en mi agenda lo que allí creía haber escrito. Estaba segura que durante todo el mes de diciembre había ido anotando mis citas dejando atrás un largo relato; éste comenzaba en una página correspondiente a los finales de noviembre y acababa en octubre, lo había escrito utilizando las páginas al revés para no estropear los espacios dedicados a los días que vendrían. La agenda estaba olvidada en un cajón junto a otros papeles. La abrí, y en el mes de noviembre no había nada que no fuesen las anotaciones normales. Citas con médicos, con mis amigas, fechas de entrega de trabajos, el día en el que realicé el último viaje con mi ex marido, entrevistas con abogados. Hoy me dispongo a rehacer, con lo que queda en mi memoria, aquella noche.


Creo que los fantasmas salen a nuestro encuentro de los lugares más inesperados. Este estaba a punto de cruzar la calle en la confluencia de Tajo y Fulton, dando la espalda a la gasolinera. Detenidos él y yo por la luz roja del semáforo, nos separaba el ancho de la calle y el tráfico. Volví a mi infancia contemplándolo. Alto y con los hombros y la cabeza ligeramente hacia delante. Cuando el semáforo dio paso a los peatones lo vi venir hacia mí, sus brazos separados del cuerpo se movían acompasados, me llamó la atención el gesto de una de sus manos con el índice apuntando hacia afuera y el mayor con el pulgar formando una o, gesto que remarcaba con mayor intensidad la ausencia de su otra mano. Su cara redonda y las mejillas afeitadas, brillantes y lisas. Destacaban sobre sus labios unos finos bigotes dispuestos en ángulo como dos sardinitas, tan negros como su pelo. Vestía una impecable americana a cuadros, camisa blanca y corbata oscura. El gesto extraño, que describí como de “andar inmóvil”, me recordó a los maniquíes antiguos. Ellos habían sido el terror de mi infancia. Mi padre se veía obligado a protegerme entre sus brazos cada vez que los veía detrás de los cristales de una sastrería, ordenados y siempre sonrientes, exhibiendo los trajes que estaban a la venta.

Pensé que ese hombre que venía hacia mí compartía con aquellos muñecos, a los que ya no temía y hasta había olvidado, un aire de “caballerosa deferencia”. La esquemática sonrisa, el gesto como de “ceder el paso a las damas” que a la vez indicaba un orgullo masculino estereotipado, todo esto irradiaba desde lo alto de su mirada. “Tiene algo también que me recuerda a mi difunto tío Héctor”, concluí.

Mi tío nos visitaba los fines de semana, ingresaba al salón luego de atravesar el marco de la puerta, ante el que debía inclinarse para no toparse con él. Antes de irse me ofrecía un billete pequeño -“para caramelos”- que siempre olía bien, como mi tío, como aquellos hombres antiguos con olor a azahar, tabaco y pastillas de menta.

Cuando el hombre que observaba llegó al fin a cruzarse conmigo, percibí ese olor inconfundible, el mismo de mi tío, si bien es cierto que mezclado también con un dejo de humedad. Seguí mi camino en sentido opuesto al que el hombre llevaba. Cuando alcancé la acera giré para volver a mirarlo, se destacaba entre los paseantes que ese sábado a la noche circulaban por las inmediaciones del cine Lauren. Y movida por un impulso inexplicable olvidé mis planes de feliz y recién estrenada soledad de divorciada y atravesé nuevamente la calle, esta vez en sentido contrario, dispuesta a seguir a aquel “caballero”. Creo que entonces dejé de pensar rectamente, dejándome llevar como una sonámbula detrás de ese personaje familiar y algo siniestro.

No me fue difícil ir detrás de él sin que lo advirtiera, el Paseo Maragall estaba lleno de familias con niños que se acercaban al cine que anunciaba el estreno de Harry Potter. Lo vi detenerse ante un kiosco y comprar pastillas de menta. Luego giró siguiendo Llobregós hacia arriba. Entonces dudé si continuar con mi juego. Conocía bien esa calle de largos paredones con grafittis, iba a ser un paseo por lo ya conocido, el recorrido del autobús, el 39. Por allí nada puede suceder, me dije. Pero la noche era clara, el cielo estrellado, y seguí caminando mientras pensaba en lo idiota de mi juego. Quizás aquel hombre detendría sus pasos ante una de esas casitas rurales que aún perduran en esa parte del barrio, allí viviría su madre. Y él cada sábado volvería a visitarla, eso era todo.

Pero no fue así, pasamos los paredones y las casitas y al fin llegamos a la Rambla del Carmelo. Y continué detrás de él, que marchaba seguro, internándose entonces hacia las más empinadas calles de este barrio. Allí donde los edificios hunden sus plantas bajas a dos o tres pisos bajo el nivel de la acera, edificios de desordenado urbanismo y de factura barata que se pierden entre escaleras y pasajes estrechos. Habíamos dejado atrás las calles animadas del centro de Horta. Llegaba a mí desde las ventanas abiertas el ruido de los platos que se disponen sobre la mesa, la televisión vociferante, el llanto de un niño… la vida familiar que se escurría, nada más. Y así, acera tras acera, iba yo jadeante por el esfuerzo de seguir los largos pasos de quien me precedía en la geografía irregular de ese barrio proletario.


Pero a la altura de la calle Pasarell algo cambió. Un murmullo humano subió desde los bajos de un edificio y fue ocupando el aire con insistencia, aunque fue interrumpido de pronto por la cadenciosa música de un tango. El hombre se alejó de mi vista bajando unas escaleras que se internaban en la oscuridad y fue absorbido por el compás del tango que entonces oí con nitidez, Los mareados: “Hoy vas entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida…”

Conozco bien los tangos más famosos. Conservo de mi familia una colección de discos de pasta. Me atrae de ellos la melancolía que surge del sonido de la aguja arrastrándose sobre la mágica esfera negra que desgrana relatos de amores imposibles, hombres abandonados y muchachas engañadas.


continuará...

miércoles, 16 de octubre de 2013

A hole where the rain gets in... (John Lennon)

Sexta epifanía

La cita era en la estrella de la Plaza Cataluña, la que el movimiento 15M eligió como símbolo. Ahí los encontré sentados en círculo, como dos años atrás, jóvenes, entusiastas y desbordantes de esa empatía que tanto pregonamos como necesaria para todo cambio efectivo.

Caminamos después por la Rambla como viej@s conocid@s, nos guiaron hasta esa parte del barrio Chino que los paseantes locales evitan. Hay en la ciudad lugares donde, por más que se esfuercen los urbanistas diseñadores de “esponjamientos” –cuánto les ha inspirado este término y cómo les ha servido para sus negocios inmobiliarios- perdura allí un destino marcado por el drama, por la vida intensa, por la vida fuera del orden. Orden que esos mismos urbanistas desean imponer a todo. Inspirado en sus previsibles ganancias, pero justificado en una nueva estética la de tabula rasa: apisonadora, que borra todo rastro de esa vida que marca, que ensucia, que cuestiona y que delata las desigualdades flagrantes del sistema de la cual son sus representantes. De ahí el blanco mudo que eligen para sus intervenciones, finalmente efímeras porque, al primar las ganancias, sus diseños urbanos se ven superados por esa otra vida que insiste en fluir en los intersticios de sus pavimentos impolutos.


Eso ocurre en gran parte del Barrio Chino y como paradigma fortuito en aquel lugar al que, guiado por aquell@s jovencit@s, fuimos a parar: Arco del Teatro y calle Lancaster. Un edificio tapiado por ladrillos para impedir su okupación. Entramos a través de un agujero hecho en la pared: I’m fixing a hole where the rain gets in. And stop my mind from wandering. Where it will go... (Los Beatles siempre tienen una canción para acompañar nuestros instantes mágicos)... Y, desde la penumbra de la habitación a la que accedimos, comenzó a surgir la Barcelona de los años sesenta, intacta. Allí estaba. Tal como sucedía en la película Roma de Fellini cuando los obreros que estaban perforando el subsuelo de Roma para construir el metro rompían un muro y, ante sus ojos extasiados, aparecía una sucesión de frescos que representaban la vida cotidiana de la Roma imperial; ocultos en las entrañas de la ciudad durante siglos. Sólo un instante, el que medió entre las piedras que cayeron y el espacio delatado a la mirada... y el mismo aire que penetra se lleva todo consigo... Así, también el lugar que se abrió ante nosotros fue un superviviente casual, aunque mucho más cercano en el tiempo que el que mostraba la película de Fellini. Consiguió resistir a la obsesión por hacer de Barcelona el paraíso del turismo kitch. Un trocito de esa Barcelona que se extingue a fuerza de esponja financiera que todo lo xucla. Y ante nuestra mirada asombrada descubrimos, allí también, un mural, mucho más modesto y casero que el romano, producto de la habilidad de un artista del barrio y que los okupantes clandestinos de la casa, amorosamente, se habían encargado de sacar a la superficie. Dibujos que expresaban en sus trazos los gustos populares de una época: los años sesenta. Trazo negro y seguro para reseguir las curvas insinuantes de una serie de chicas que, recostadas sobre planos de tonos pastel, prometían fantasías de placer. Allí también permanecía la barra del bar, de madera, y la antigua cafetera; el guardarropas, y un salón muy estrecho con una habitación más estrecha aún, al fondo, quizás para atender a los clientes que, inspirados por los dibujos de las paredes, solicitaban servicios más íntimos... Algunos zapatos de tacones muy altos y piezas de ropa femenina habían quedado olvidados, como si quienes frecuentaron aquel local se hubiesen evaporado. Los nuevos okupantes, los del año 2013, se habían instalado tratando de alterar lo menos posible ese lugar en el tiempo. Allí habían dispuesto una biblioteca bien surtida y unos sillones despanzurrados. A la barra le habían devuelto a su antiguo servicio, porque algunas noches abrían el local para la gente del barrio y despachaban unas cervezas o una infusión. Y leían poesías o hacían música. Pero también el espacio servía de dispensario una vez a la semana, con un médico de guardia para visitar a quien lo necesitara, casi siempre inmigrantes sin papeles.
Las plantas superiores de la casa habían sido pisos, y alguno estaba ocupado. Unos jovencísimos padres de familia, con dos niños preciosos que jugueteaban por allí, víctimas de los innumerables desahucios, vivían en uno de estos pisos y nos acompañaron en la conversación. En aquel edificio abandonado habían encontrado un poco de solidaridad y la posibilidad de rehacer su hogar. Un proyecto ambicioso que requería compromiso diario, mucha ilusión y resistencia ante los embates de la “legalidad”. A los que seguramente iban a ser sometidos, sin piedad. Porque las leyes son implacables para las personas sin recursos y tolerantes para con los poderosos.


En esa esquina de Barcelona convivieron pacíficamente la memoria de un edificio y sus nuevos ocupantes. Ellos se cuidaron de guardar los restos, casi intactos, de ese atisbo de la Barcelona de los años 60: la cafetería Nueva y Moderna, abierta al público a comienzos de los años 60. Y donde, desde un clasificado de La Vanguardia del día 31 de enero de 1963, sigue ofreciendo trabajo a señoritas de 18 a 30 años para “dependientas de mostrador” con un sueldo semanal de entre 1000 y 3000 pesetas, “contando sueldo y gratificaciones”.

Cuando me descubrieron que detrás del agujero de la pared del edificio de la calle Lancaster 24 existía aún aquélla cafetería, estuve segura de que allí mismo había quedado prendida la mirada de Segismond Pons, el personaje de la novela La Marge, de André Peyre de Mandiargues. Y pensé que el lugar se merecía una lectura, en voz alta, de algún pasaje de la novela.

Ara Segismond enfila, a l’esquerra, al carrer Arc del Teatre (...) El paviment és tan esfondrat que el vianant només ha d'ocupar-se del lloc on trepitja, o deturar-se si vol observar boniques i miserables cofurnes on uns vells beuen companya de xicots que ja se'ls assemblen, sota garlandes de paper ennegrit com si hagués estat retallat abans de la guerra civil. Dos policies de cara verda, qui fumen uns cigars pudents, té la missió de recordar el règim furóncol als desmemoriats i als borratxos que tenen la sort d'oblidar-ho (... )
Uns passos més i el circuit resta clos: Sigismond es retroba davant la cafeteria que havia espiat poca estona abans i es plau a donar, a través de la mateixa finestra, un nou cop d’ull a les mateixes cambreres que alternen i discuteixen amb els bevedors galants que semblen els mateixos que els han precedits. L’arc és fetorós com sempre, gran pixador privat d’aigua. La Rambla bull plena de vida malgrat l’hora tardana. Al cel, navega una lluna que comença a minvar...

Lancaster 24. Supe después que allí también quedó la historia de Luis Gómez Vance, quien fuera presidente de la central de Víveres y que falleció, allí mismo, el día 18 de noviembre de 1958. Eso explica los Embutidos y Jabones que aún podemos leer anunciados en el muro exterior de la casa. La muerte del señor Gómez, seguramente, cambió el destino de aquel local, adaptándolo a los vaivenes de la historia que hacía descender en Barcelona a una pléyade de marines ansiosos de encuentros amorosos furtivos.


También fue aquel el domicilio del niño Francisco Serrat García, a quien el día 31 de octubre del año 1925 se le ocurrió beber lejía en un descuido de su abuelo que vivía junto a él, en el piso 3º 2º, y que fue trasladado al dispensario de la calle Marqués de Barbará. De ese mismo portal salió, una vez, el perro lobo de pelo oscuro y orejas pequeñas que “atiende por el nombre de León“ y que lucía un “collar de alpaca” aunque, a pesar de todo ello, se extravió, dejando a su dueño desconsolado y dispuesto a pagar una gratificación a quien lo hubiera encontrado en aquel día 5 de agosto del año 1931. Y quién sabe si en el silencio de una conversación interrumpida aún se puede oír el bullicio infantil de los alumnos la Escuela municipal de niños, ubicada en esos mismos bajos donde, 50 años más tarde, abriría la cafetería Nueva y Moderna... Allí también y en el mismo año de 1911, en el que funcionaba la escuela, se vendían dos aparatos fotográficos de marca Zeiss, y los vecinos (hombres) hacían cola frente a una mesa electoral allí formada.


Todas esas escenas ocurrieron allí mismo, como ocurrió también ese último esfuerzo realizado por las personas que abrieron ese agujero en la pared donde intentaron que la lluvia volviera a entrar y que la imaginación hiciera posible la utopía compartida. Duró poco, no sé por qué. Pero allí, seguramente, aún permanece esa biblioteca superpuesta al erotismo casero de las chicas de los murales; las charlas de los 15M con los okupas, superpuestas también sobre las mentiras de amor que vendían las jóvenes camareras de la cafetería Moderna; el ladrido de León, el perro lobo extraviado, y los gritos del abuelo cuando descubrió que el niño Francisco se había zampado un trago de lejía... Todo “el oro del tiempo”. Cuántos agujeros deberemos abrir para que la lluvia vuelva a hacer renacer todo lo que allí, en Lancaster 24, atisbé como posible, un día de primavera, hace de eso apenas unos meses. 

martes, 1 de octubre de 2013

El eco del tiempo

Quinta epifanía

Hay lugares, espacios en la ciudad anónimos, que poseen un cierto detalle, o que a una determinada hora exhalan un cierto olor, o donde corre un aire diferente. Ellos nos ofrecen un instante para nuestra perplejidad, que se escurre de inmediato ahogada por el ruido del tránsito o la luminosidad de una farola. Ese espacio existe también en el barrio de Horta, en Barcelona.

Si lo digo así, pareciera que estoy a punto de dar el dato preciso de un Aleph, aquel del cuento de Borges que se hallaba en el sótano de una casa en Buenos Aires. Pero no, el lugar lo recorro con, apenas, unos cinco o seis pasos. Ubicado en la confluencia del Passeig de Fabra i Puig con la calle Cartellà es allí donde desde la profunda herida que abrió el asfalto supura, apenas, como un sutil reclamo a los caminantes, el aire de la antigua riera de Horta.


El camino salvaje
El encanto ocurre luego de atravesar la placita, donde el esbozo de un rostro de piedra maltratado (y que alguna vez quiso representar al del escritor gallego Castelao), quizá nos alerte o nos indique el “camino salvaje”. Aquel que se abrió -a pesar de la voluntad disciplinaria del urbanista- sobre el parterre que aloja unos cuantos arbolitos. Arbolitos hermanados en la voluntad de ofrecer sus melenas como abrigo al paseante que se atreve por aquel pequeño atajo. Es allí, bajo sus ramas, donde el tiempo se suspende brevemente, y ocurre entonces que vuelve ese aire de la riera y el verdor de los antiguos campos de cultivo. Y, por el mismo efecto, el escalectrix, que está a sólo unos pasos, desaparece. ¿Hubo una vez, la mirada de una niña y la brisa que rozó sus mejillas, encendidas mientras jugaba, que quedaron suspendidas allí?


... donde el esbozo de un rostro de piedra maltratado
La niñez tiene momentos intensos que ocurren, sobre todo, en los atardeceres cálidos, después de varias horas de juego. Recuerdo algunos de mi infancia, en el portal de casa, saltando una rayuela o jugando a las estatuas bajo el verdor de otros árboles jóvenes que crecían también a orillas de un pequeño canal -una “zanja”-, sucio y maloliente, que discurría a lo largo de mi calle, la avenida Derqui. Las semillas de los árboles caían a nuestros pies y las inspeccionábamos curiosas. Alguien nos explicó que eran de “falso café”...

Avenida Derqui, Buenos Aires
¿Es la mirada de la niña de la riera de Horta la que persiste en aquel espacio? ¿O es la niña porteña, la de la avenida Derqui, que presiente ya el aire de la riera de Horta?

Con cuánto entusiasmo el escritor JB Priestley nos ofrecería la posibilidad de una respuesta. Quizá debería volver a sus tres piezas sobre el tiempo: El tiempo y los Conway, Ha llegado un inspector, Yo estuve una vez aquí... Siempre me parecieron repletas de una extraña poesía. Inasible y cercana a lo siniestro, a eso que concibe Freud como lo familiar que se torna extraño. Y es, precisamente, esa familiaridad anodina, reconvertida, lo que puede provocar el embeleso de un trozo de ciudad, tan falto de posibilidades poéticas como lo es ese parterre en medio del asfalto, donde pareciera que dos niñas continúan jugando a pesar del tiempo y la distancia.  

Aurora boreal en Noruega

Aurora boreal en Noruega, en una localidad en el círculo polar. Autor: Adrián Plaza.