lunes, 30 de septiembre de 2013

Reseña de "Magnetismo del viento nocturno"

M. Carme Catalán reseña en Treballadora, la Revista digital de la Secretaria de la Dona i Cohesió Social de CCOO Catalunya, la novela El magnetismo del viento nocturno:

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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Penía y Prometeo, encuentros ante un cajero

Cuarta epifanía

Sentado en uno de los bancos de madera que se alternan delante de los parterres de la calle Marina, con una media sonrisa mira hacia los policías de paisano: chica y chico vestidos como anónimos transeúntes en un día del final del verano: zapatillas deportivas los dos; bermudas él, camiseta y tejanos ella, muy jóvenes ambos. Los policías están haciendo una llamada a un móvil, evidentemente no lo pueden identificar, ya que no lleva documentos. No tendría dónde ponerlos, porque va absolutamente desnudo. Sólo un par de tatuajes que no alcanzo a distinguir -porque el insistir en la mirada me causa cierto pudor-, le cubren parte del brazo. Tampoco son muy extremados, como no lo es él: no chilla, no se enfada, ni hay ningún cartel a su lado que indique que está llevando a cabo una protesta contra la oficina de Caixa Bank que se encuentra justo frente a él. Por un momento pensé que podría tratarse de un afectado más por las políticas de rapiña del banco: un desahuciado sin hogar, un engañado por las preferentes... Pero no lo es. Tranquilo, contesta a las preguntas de los policías y expone su desnudez sin la menor alusión a ella, como si no entendiera bien por qué lo interrogan.

Elsa Plaza: Prometeo tatuado
Recuerdo ahora un cuento de Roberto Arlt. Un hombre aparece totalmente desnudo en una esquina de Buenos Aires y no sabe quién es ni de dónde viene. ¿Era así o lo estoy inventando? Junto a este ¿recuerdo? Llega otro: Camina por Buenos Aires, en plena dictadura militar, año 1980, un muchacho terriblemente sucio, como salido de una carbonera en la que hubiese estado escondido durante una década, descalzo, su ropa hecha girones... lo miro espantada, y su figura se pierde por la calle Corrientes. Horribles pensamientos de campos de concentración clandestinos me cruzan, y me siento totalmente impotente. ¿Socorrerlo? ¿Denunciar? Su imagen me persigue durante varios días... Ni siquiera tengo palabras para explicar aquella visión. Pero estamos en Barcelona, treinta años después..., y la escena no es dramática, sino casi amable. Entro al banco para servirme del cajero automático. Espío a través de los cristales, llega un coche con policías uniformados, y luego una ambulancia donde lo trasladan. ¿Adónde? Tanto despliegue por un hombre desnudo que se pasea por la calle Marina. Quizás es alguien que fue a tomar un baño a la playa y le robaron la ropa... La displicencia con la que el desnudo maneja la situación da a entender una explicación muy lógica para su estar así en aquel lugar.

Una mujer sentada en la puerta del banco pide limosna con un vaso de cartón medio aplastado. Me resulta simpática. A su lado un carrito con ropa, un bolso a sus pies, y en las manos un libro forrado con plástico, que lee. Le pregunto si sabe algo del que acaban de llevar en la ambulancia, me dice que le vio venir desde allí y me señala la dirección del mar. Le doy unas monedas que retine en sus manos. La asistente social le tiene prometido un piso, pero no se lo dan. Me habla de un hogar donde si uno tiene algo lo reparte primero entre sus hijos, y luego si sobra lo da a los vecinos. No entiendo bien qué me quiere explicar. Pero ella insiste en que no piense que ella dice que no hay que ayudarse entre todos, pero que primero están los hijos... Claro, claro, respondo, y digo algo sobre la necesidad de ser solidarios. Me dice que las vecinas de la calle lo son, me muestra los zapatos que le dieron, y agrega que también le suelen bajar comida. Me detengo en sus piercings, uno en la ceja, varios en la cara, en los labios, en la nariz, discretos, coloridos. Mientras me habla descubro más piercings que se asoman como pequeñas piedras coloridas que mantiene sobre la lengua: uno, dos, tres...

Es una mujer como cualquiera de mis vecinas, podría ser una ama de casa, ya con nietos, lo que no cuadra son los piercings, aunque -pienso- es de una generación contemporánea al nacimiento del punk... una antigua punkie, solitaria y envejecida. Pero son sólo los piercings que la hacen diferente a cualquiera de las mujeres de alrededor de sesenta años que se pasean con sus carritos de compras por allí mismo; sus piercings y el que su lugar en el mundo sea ese pedazo de muro junto al banco, donde acomoda su carrito y donde pasa las horas leyendo. Un libro prestado, dice, y que cuida que no le roben pues debe devolver. Le robaron la cartera con documentos cuando se ausentó de su lugar, sólo un momento para ir al baño, y me señala un restaurant que hay al lado. Me descuidé, no me di cuenta. Hice la denuncia, y me dijeron que no valía la pena denunciar, que los documentos me los harían igual, y que tendría que pagarlos. ¿Cómo podría pagarlos?, concluye.

Elsa Plaza: Penía en el cajero
Explica, también, que los policías fueron buenos con ella cuando se hizo esto, y me muestra una cicatriz en la muñeca. Lleva el otro brazo envuelto en una venda elástica manchada de sangre. Le pregunto por qué se hizo aquello, y responde que porque está cansada de estar allí, viviendo de esa manera. La cicatriz es como un pliegue de unos cinco centímetros que le recorre horizontalmente el antebrazo izquierdo. Me indica el otro brazo y me dice que se volvió a cortar, pero que esta vez no fue al hospital, porque si no la enfermera hace un parte y la llevan a psiquiatría. Pero deberías ir a que te curen, le digo. No, no me ingresan, insiste. Tengo un agujero muy profundo y me indica su medida señalando un espacio entre el índice y el pulgar... Me hace falta agua oxigenada, pero las vecinas no me la han bajado, y yo no puedo comprármelo con lo que me dan aquí, porque ahora me estoy pagando una pensión para dormir con lo que junto. Busco con la mirada una la cruz luminosa de una farmacia, y no la veo.

Me alejo de ese pequeño espacio en la geografía de Barcelona donde hoy, 12 de septiembre, hacia las 12 y 10 del mediodía, coincidieron esas vidas que se seguirán deslizando, cada una por su lado, el hombre joven que caminaba desnudo y la mujer que pide limosna con sus peircings, sus brazos marcados que, seguramente, insistirá en seguir cortándose, como una adolescente que no se gusta, o como una artista del body art...

En el autobús seguí pensando en esos encuentros... y, de pronto, me di cuenta de qué es lo que me quería decir la mujer con aquello de la familia, de que primero se debe cuidar a sus hijos, darles de comer a ellos... era una alusión a que los servicios sociales se ocupan más de los extranjeros que de los que son del propio país... Lo he oído también en la cola de los que recogen alimentos... los “otros”, los que no son de la familia son los que roban la limosna que debería ser para ellos primero... ¿Y los del banco?, ellos son buenos, la dejan permanecer allí, a la puerta, con el carrito en el que guarda la ropa que le regalan las vecinas, y también guarecerse del mal tiempo, mientras pasan las horas... Ellos son de la familia. 

sábado, 21 de septiembre de 2013

Las diosas de la Sagrera (II)

Tercera epifanía
Ahora ya no regreso del trabajo, porque desde hace casi un año estoy en paro. Pero, a veces, como recuerdo de aquella época, las encuentro, otra vez, en la Sagrera. Ellas siguen utilizando los pasillos del metro para que no perdamos la esperanza. Ayer reconocí a una, compartíamos el mismo vagón, pero sólo la percibí cuando se abrió la puerta en la Sagrera y se precipitó hacia el andén. Y allí abrazó a otra, diosa como ella, pequeña, redondita, de carnes oscuras y apretadas que rebosaban el ajuste del sostén y se marcaban un pliegue generoso alrededor de la cintura, reblados por el tejido transparente, verde atómico, de la túnica. Las dos llevaban las piernas de balaustradas renacentistas enfundadas en una malla elástica negra, como dos bailarinas que representaban sus propios papeles: el de las deidades femeninas de la estación de metro de la Sagrera. El abrazo confundió sus cuerpos, y yo espié la felicidad del encuentro del que brotaron chispitas de luz (luciérnagas del sur) que se dispersaban hacia el cielo cubierto del andén. Caras de luna llena, de cabello oscuro y lacio que las enmarcaba.
¿De qué batalla por la vida estaban de regreso? ¿Qué fue del tiempo que las separó? Hijos, nacidos de sus amoríos con mortales, que dejaron del otro lado del mundo porque de este sus presencias son imprescindibles. Guardianes de los hogares de viejas y viejos solitarios, de adolescentes que empujan sobre tronos de ruedas, de tullidos que sonríen ante la luminosidad de sus caricias. Un sábado más, y bajan del altar doméstico para habitar entre nosotras, indolentes pasajeras del metro, donde su manifestación pasa desapercibida. Una junto a la otra, acomodando, con gesto seguro, la correa del bolso sobre el hombro; bamboleando sus generosas caderas, las vi perderse, buscando la escalera hacia la calle: subida desde el submundo- subterráneo, en donde reinan, hacia la simple mortalidad del fin de semana. Un café compartido para explicarse sus viajes del verano, los milagros que llevaron a sus tierras de origen; después, el parque para caminar, y al crepúsculo la confesión más íntima, la duda de toda las diosa, el deseo, tal vez, de probar más seguido el gusto callejero de la mortalidad. Sábado de Gloria para las diosas.
Mientras tanto, en el andén, caminaba solitaria la continuidad de la estirpe. Erguida, perfil de África en todo su esplendor, descendió, desde el enlace de la línea roja, envuelta en paños estampados, su cabeza ceñida por un turbante que se repetía en colores. Los labios como flor carnosa y prieta, silente, la mirada perdida. Un chal blanco, de lentejuelas, marcaba el límite preciso entre ella y quienes pasaban a su lado. Es esta, pensé, inalcanzable, una Atenea nunca familiarmente humana. A su lado, las otras, guardianas de los hogares, cumplen el papel de juguetonas intermediarias, encargadas de darle a conocer los deseos de la gente común. Ella, la hierática Atenea africana, conduce los destinos, implacable; y se le notaba, pues apenas rozaba con los pies el pavimento del metro. Deslizándose sutil, haciéndose la diosa mientras espiaba de reojo. Es ella quien niega o afirma el porvenir inmediato de todos los viajeros, que ignoran tanto poder.  

lunes, 16 de septiembre de 2013

Las diosas de la Sagrera

Primera epifanía
(Para Tania Alba y Marta Saiz)
Demeter, diosa de la agricultura. Relieve helenístico de terracota. III a. C.
Sí, sólo se produce cuando regreso del trabajo. Es cuando desde la línea roja del metro voy hacia la azul. La Epifanía puede darse en el mismo andén de la línea roja, cuando estoy caminando hacia la escalera y entre los pasajeros, hombres y mujeres que nos cruzamos sin mirarnos, de pronto se manifiesta. No ocurre todos los días. Ni tampoco yo estoy alerta siempre. Lo olvido, claro, como me ocurre olvidar lo que persisto en recordar. Se me escapa entre los dedos. Pero sé que cuando lo recuerdo es que está a punto de pasar. 
Las diosas suelen ser extranjeras, latinoamericanas o africanas. Están de pié, esperando el metro, impacientes, o sentadas sosteniendo entre sus brazos una bolsa repleta de comida. Esas son las manifestaciones de Ceres ubérrima, copiosa en sus carnes oscuras y apretadas que se asoman desde el escote. Manzanas partidas envueltas en chocolate. El cabello erizado, las piernas robustas como firmes columnas. Giran su cabeza y descubro la mirada ciega de quien sobrevuela más allá de esa estación de metro donde, por gracia hacia nosotros, pobres ciudadanos vencidos por lo cotidiano, ellas concedieron manifestarse. Paso a su lado y al darles la espalda sé que ya no están.
Siempre es así, un instante breve. Suele suceder que las vea descender desde lo alto de la escalera mecánica. Esta vez llevan los leggins apretados y el jersey que marca un vientre fértil en forma de media luna, rellena de abundantes migas de pan. Toc, toc, toc, los tacones delgadísimos se arquean sosteniendo el peso de tanto bronce. Las uñas nacaradas se enganchan en la larga melena negra, pesada… Otras veces van vestidas de blanco, flotantes, eternas y vaporosas. 
Cosme Tura, Demeter, 1476-84
Estatua de Apolo


























Pero la semana pasada, cuando recordé a las diosas que esperan en el cambiador de Sagrera, se manifestó un Apolo negro. Fue por vez primera. Se dejaba subir quieto, de pié, en la escalera mecánica. Miraba hacia lo que iba dejando atrás. La frente cuadrada, la nariz con un pompón como la de Marilyn Monroe, pero en versión chico africano. Y claro, siempre esos pectorales musculosos en ellos, los dioses. Porque las diosas pueden ser de todas las formas imaginables, pero los dioses tienen en la Sagrera un repertorio muy limitado.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Epifanías

Bajo el título de Epifanías, comienza aquí una nueva sección dedicada a relatos breves que iré redactando conforme vaya siendo objeto de tales momentos.

Espero que disfrutéis de ellas.

Pasajer@s clandestin@s


¡Asombroso!
Espero un tren en el andén de Paseo de Gracia y oigo que desde los altavoces advierten que está prohibido atravesar las vías. Una advertencia que llevo años escuchando distraídamente... pero esta vez me sorprende, aunque quizá ya hace meses que el cambio se produjo y yo no lo había advertido..., desde el altavoz no se refieren a mí, a tod@s l@s que estamos esperando allí el próximo tren, como “señores pasajeros”, sino como “señores clientes “. La poesía del tránsito sustituida por la economía del mercado. Y, de inmediato, recordé la novela de Italo Calvino: Si una noche de invierno un viajero... ¿Debería llamarse, ahora: Si una noche de invierno un cliente? ¿Trataría, entonces, de un iracundo cliente estafado por un mal servicio de telefonía, de suministro de electricidad u otros? No, claro, el cliente ideal es el que gasta y no se queja. ¿Un cliente que compra un billete en Ave, clase preferencial? ¿Un cliente de un prostíbulo en la Jonquera? Siempre masculino, el cliente lo imaginamos comprando servicios, no importa de qué tipo, pero siempre gastando, la mano en el bolsillo, la billetera o la tarjeta de crédito. Siempre, el cliente evoca la inmediatez de una compra. El pasajero, que ha dejado de existir para Renfe (¡Oh, gestores de los servicios públicos que invaden y anulan, con sus planes de eficacia, hasta el espacio de nuestros sueños!) lo anunciaban como un hombre también, pero la libertad adquirida en las últimas décadas nos ha permitido, a las ensoñadoras féminas, aventurarnos en el viaje solitario...Y apenas decían señores pasajeros, ya nos transformábamos en pasajeras y nos dejábamos transportar por la niebla fecunda que envolvía la silueta despedida desde el altavoz. El viaje a lo desconocido comenzaba, valija en mano, no con rueditas -el ruido de éstas, al deslizarse sobre las imperfecciones de la calle, entorpece el hilo del pensamiento que divaga. Una bufanda roja al cuello protege a la pasajera de la humedad de la noche. Porque ella llega a una estación cualquiera, pero siempre de noche, y se dirige hacia una pensión barata, donde nunca estuvo antes. La calle que recorre está iluminada por una luz amarillenta, que llega desde un farol mecido por la brisa nocturna. Las gotas de humedad brillan sobre la acera. La pasajera les dedica un pensamiento, a la semejanza de las gotas de humedad con las gemas de un cristal de roca, donde subsisten y bailan arco iris. Otro pensamiento recorre los brotes que asoman entre las piedras de los muros, que conforman la escenografía donde la pasajera, que acaba de descender de un tren de la Renfe, se desliza para ir en busca de su Historia.
Desprendida del altavoz del Paseo de Gracia, que la nombraba con insistencia: “Señores pasajeros... ella y otros: palabras en busca de significados -sonidos evocadores- dejan el tránsito y van hacia sus destinos. La condición para que se realice la magia del relato es que alguien que escucha los recuerde en sus antiguas presencias. La pasajera, el pasajero, subsistirán aunque hayan sido momentáneamente suspendidas por la renovación del lenguaje impuesta por el gestor que cree -firmemente, porque así lo aprendió en la clase de marketing- que los clientes benefician y los pasajeros, esa identidad débil y evocadora (¿o débil por lo evocadora?), sólo puede perjudicar y dar pérdidas económicas. Precaución: señores pasajeros. Los clientes se yerguen desde los altavoces de todas las estaciones de la Renfe, dispuestos a gastar.
La batalla ha comenzado, silenciosamente, l@s pasajeros clandestin@s nos disponemos a imaginar viajes, a retornar a la estación de Italo Calvino y rehacer miles de veces su historia u otras: El tránsito, la perspectiva del encuentro, la mirada lenta son nuestras armas.

¡VIVAN LOS PASAJEROS, ABAJO LOS CLIENTES!

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Jacqueline o el eco del tiempo, la nueva novela de Elsa Plaza

Este es un pequeño proyecto, una nueva novela.  Ilustrada por mí y "especial" en el tema, por lo que no ha sido viable  a través de las grandes editoriales que han publicado mis trabajos anteriores. Mecenix me ha ofrecido su apoyo que debería completarse con algo del vuestro también. Si os interesa, clicad aquí.



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¿Qué es el tiempo? Si quiero explicarlo no lo sé, pero en mi interior sé de qué se trata. Así dejaba testimonio Agustín de Hipona de su perplejidad frente al devenir temporal. Cómo hablar, sino, desde lo personal de este fenómeno que tratándolo de medir y explicar en el laboratorio de psicología, se me escapa en mi vida? ¿Qué es la locura? Acaso también una percepción diferente del tiempo, un desacuerdo que la mayoría, cuerda, constata como un defecto insuperable ¿Por qué, en esas sincronías ofrecidas por el azar, Jacqueline vuelve y volvió Monique? (…) Son ellas parte de la trama, como lo son también los escritos del profesor del antiguo Hospital de la Salpêtrière, con las fotos que tomó de su paciente Madeleine Le Bouc (…) con la lupa recorro las sandalias que calza, no hay duda, son casi idénticas a las que calzaba la ex monja chilena. Aquélla que frente a la comandancia militar de Antofagasta, donde estaban detenidos sus amigos, un día de la primavera de 1973 vio abrirse el cielo, y descender ante ella una fila de demonios calzados con botas militares.