jueves, 5 de diciembre de 2013

Arucas. Una invitación en negro (II)

El jueves 28 de noviembre en Arucas, Gran Canaria, se presentó el libro que nació de un proyecto concebido por la directora de la Biblioteca, Loly León, hace ya cuatro años, en el marco de la Semana de la novela negra de Arucas. Se trata de una recopilación de cuentos "criminales". En él participaron los escritores Alexis Ravelo, Antonio Altolozano, José Luis Correa, Vera White, José Luis Ibáñez, Marisol Llano, Santiago Gila, y está ilustrado por la fotógrafa Almudena González Díaz.  

Mi aporte para esta recopilación fue La extraviada. Fantasía para un teatro vacío. La historia transcurre entre Barcelona y la isla, a comienzos del siglo XX. Y tiene por escenario dos teatros: el Liceo y el inacabado teatro Nuevo de Arucas, del que entonces quedaba solamente su esqueleto abierto al cielo. 

Más información sobre el acto aquí.


Centro histórico de Arucas (en el la Revista Digital del municipio)


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Teatre del Liceu a finales del XIX

lunes, 25 de noviembre de 2013

Conferència "Dels documents a la ficció: com es fa una novel·la històrica"

La conferència "Dels documents a la ficció: com es fa una novel·la històrica" a càrrec d'Elsa Plaza tindrà lloc el proper dimecres 27 de novembre, a les 18 h, a la Sala de la Caritat. Biblioteca Nacional de Catalunya, c/ Hospital, 56 , Metro Liceo. 
Elsa Plaza és l'autora de la novel·la El magnetismo del viento nocturno publicada per l'editorial Ediciones B.

Més informació aquí.

martes, 19 de noviembre de 2013

Presentación del libro "Arucas. Una invitación en negro"

Obra colectiva de relatos del género negro. 

Como resultado de la Semana de la Novela Negra de Arucas (Gran Canaria,  2009), surgió  la idea  de este proyecto, que consiste en una recopilación de cuentos creados por los participantes en aquel evento y que se inspiran en la acogedora y bella ciudad que, año tras año, lleva a cabo este encuentro entre escritores de las islas y de la península.  Impulsado desde la Biblioteca de Arucas, cuya directora es Loly León, lo que fue un deseo,  gracias a su constancia, hoy es ya una realidad. Como una de las participantes con el relato La Extraviada, también puse mi granito de arena en esta publicación, que espero llegue también aquí. 


La presentación tendrá lugar en el Centro Municipal de Cultura de Arucas el 28 de noviembre de 2013, a las 20:00 horas.

viernes, 15 de noviembre de 2013

La Sombra de La Solapa (segunda parte)

Octava epifanía



Caminábamos por la calle México una tarde tórrida de sol que teñía los edificios de un color naranja intenso. Avanzábamos mamá y yo, mi pequeña mano aferrada a la suya -para mí, en la calle México siempre se pondrá el sol, al igual que la calle Sarandí contiene en su nombre todo el frío y el viento del invierno porteño.

Fue allí, en la calle México, donde vi que mi papá venía hacia nosotras sonriendo, con aquella sonrisa de publicidad de gomina que caracterizó sus años jóvenes. Nos dio un beso, me alzó en sus brazos y me llevó al kiosco más cercano. Allí me compró un chupetín envuelto en un papel con una espiral azul y anaranjada.


Tiempo después llegó a casa una postal. No venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras, sino de Roma. Fue todo un acontecimiento, nunca habíamos recibido nada de Europa. Guardamos la misiva durante muchos años entre los papeles importantes: recibos de alquiler y documentos. Estaba dirigida a mi padre, y al final enviaba recuerdos para mi madre y un beso para mí. Era de la mujer italiana de las gafas oscuras. Decía trivialidades, como lo feliz que estaba de volver a su país, pero añadía una frase extraña que mi madre sospechó alusión a un secreto amorío que la extranjera mantenía con mi padre. La frase era algo así como: "La Solapa cree que el tiempo es malo". Mi padre aseguraba que la italiana había querido decir otra cosa y le salió aquella incoherencia.

(...) no venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras 
Años después, al excavar un terreno para hacer los cimientos de un edificio encontraron, en la capital de la provincia de Santa Fe, el esqueleto de un hombre. Habían querido borrar toda huella del crimen quemándolo con cal. Los diarios dieron la noticia y se especuló con la identidad del cadáver, que calcularon llevaba enterrado unos seis años. Los forenses concluyeron que se trataba de un asesinato pues había signos de violencia, huesos rotos a golpes y una bala del calibre 45 alojada en el temporal izquierdo. Se sospechó de un crimen político. La bala encontrada era la que acostumbraba a utilizar la policía. Se intentó reconstruir la apariencia que pudo haber tenido ese cadáver cuando la vida lo animaba. Uniendo fechas y datos, algún periodista especuló que podía tratarse del Dr. Ingalinella, el médico rosarino de reconocida militancia comunista desaparecido años atrás, luego de ser detenido por la policía.

Fue entonces cuando, en una sobremesa compartida con Merelle, el antiguo camarada de mi padre, los oí comentar este suceso.

Tendríamos que haberlo hecho mejor, quizás se hubiera salvado– y, moviendo la cabeza de arriba abajo, mi padre se quedó, de pronto, con la mirada fija, como siempre que algo le entristecía o le hacía reflexionar sobre las cosas de la vida.

-IV-

Cada vez que pienso en aquella otra tarde, una voz en mi interior me dice: la ceremonia del adiós, y me veo en la terraza de la última casa donde malvivieron mis padres. Las baldosas rojas y las latas de aceite, los botes de plástico y alguna maceta de cerámica rebosantes de plantas descuidadas, apretujadas en aquel septiembre porteño que las llamaba a florecer. Inclinados sobre ellas mi padre y yo arrancábamos hojas marchitas, recortábamos ramas de geranios y removíamos, con dificultad, la tierra reseca. Papá se agitaba en el esfuerzo, pero lo sentía contento de estar juntos. Yo vivía ese momento con la nostalgia de un recuerdo que aun no lo era.

Tratando de alargar aquella ceremonia se me ocurrió decir:

¿Te acordás de la Solapa?

Otra vez la nube pasó por los ojos de mi papá, como la que había visto un momento antes en la cocina. Alguien había descrito la muerte de un conocido y cómo el cuerpo de éste, envuelto en un plástico, había sido llevado a la nevera del hospital. Fue rápido, pero percibí su mirada fija en un lugar lejano, íntimamente suyo, donde por un instante, estoy segura, contempló su propio cadáver y tuvo frío.

Era la segunda vez en el día que lo espiaba mirando aquel "otro mundo". Y siempre con sus ojos puestos tan lejos, me dijo:

Todo eso fue un error. –Y volviendo a ser aquel Guillermo irónico de otros tiempos agregó sonriendo, mostrando sus dientes caballunos:

Estábamos todos locos.

–Quienes eran todos?

Los muchachos con los que trabajaba: Merelle, Ambrongno, Sonni... ¿No sabés que planeamos secuestrar a Walton?

¿Al de la Alianza Nacionalista?

Sí, esos matones fascistas de la Alianza. Algunos eran policías, fueron los que se encargaron de secuestrar al doctor Ingalinella. Sabíamos que lo tenían escondido en alguna dependencia policial, seguramente lo habían traído a Buenos Aires, a la Sección Especial, donde se encargaban de torturar a los comunistas. Y pensamos que si secuestrábamos a Walton podríamos negociar la aparición de Ingalinella…

¿Y la Solapa, qué tiene que ver en todo esto? –le pregunté expectante, ante el desvanecimiento de aquella sombra que formaba parte de los misterios de mi infancia.

La Solapa era el piloto de Walton.

¿¡Y cómo lo conseguiste!?

Fue casualidad, estábamos en un congreso de los metalúrgicos, nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical. Habíamos pasado toda la tarde discutiendo. A los comunistas nos tenían fichados porque había mucho kilombo dentro del sindicato. Walton y sus matones también merodeaban por el acto alardeando de cargar pistolas. Era muy tarde, y dentro del local hacía un calor insoportable. Walton se había quitado el piloto y se encaraba a un tipo sacando pecho. Cuando ya nos íbamos, alguien cerca de mí gritó:

¡Che, Guillermo! -Me di vuelta, pero llamaban a Walton, que también se llama Guillermo. Y otra vez el grito:

¡Che, Guillermo, no te dejés el piloto! -Pero Walton seguía discutiendo, y el tipo se cansó de avisarle y se fue.

Todo pasó en un segundo, yo agarré aquel piloto que Walton no iba a volver a buscar, ya no llovía y el tipo estaba tan caliente por la discusión que se había olvidado que lo había traído puesto. Lo vi salir con la cara enrojecida, y haciendo grandes alharacas con las manos se perdió adentro de un coche que lo estaba esperando. Entonces salí rajando. No sabía para qué lo quería, pero me lo llevé. Aunque lo supe cuando me di cuenta que adentro de uno de sus bolsillos había una pistola. Había también un paquete de pastillas de mentol, fasos y un manojo de llaves, y una billetera con sus documentos. Me fumé los fasos, ¡con un gusto!, aunque eran rubios, y me comí todas las pastillas, mirá de qué me acuerdo... En la billetera no tenía guita, la hubiera dado al Partido.

Aquella noche, cuando volví a casa, colgué el piloto de un clavo, que clavé detrás del ropero, y te asusté para que no lo tocaras. Al otro día les conté a los muchachos lo que había encontrado y a Sonni, que era el enlace nuestro con el Comité Central del Partido, se le ocurrió lo del secuestro. Pero me dijo que la pistola había que entregarla al Partido.

Cuando dieron el permiso de secuestrar a Walton para cambiarlo por el doctor Ingalinella devolvieron la pistola, esa era la señal para comenzar a actuar. No se la llevaron a Sonni porque él estaba muy fichado. Era todo muy fácil, teníamos su domicilio y sus documentos. Con el pretexto de devolvérselos, una de las chicas del Partido lo iba a citar fuera de su casa.

Pero todo fue para la mierda, aquel mismo día nos agarró la cana haciendo una volanteada desde lo alto de una obra en construcción. Pensábamos que no corríamos ningún riesgo haciendo aquello. Los volantes eran para denunciar la desaparición del doctor Ingalinella.

A Ambrogno y a mí nos largaron pronto, después de reventarnos a patadas. Pero a Sonni, que ya estaba fichado, lo tuvieron unos cuantos meses en la cárcel de Las Heras. Ésto complicó todo –concluyó mi padre, y se quedó de nuevo perdido en sus recuerdos.

Volviendo en sí, movió la cabeza de un lado a otro, como tenía por costumbre para remarcar alguna bronca que tenía contra algo o alguien, y continuó:

Estábamos seguros que a Ingalinella lo tenían vivo. ¿Cuántos meses lo habrán estado torturando? Andá a saber. Era un hombre bueno que sólo sabía cuidar a los que lo necesitaban. No interesaba a nadie. Así que cuando Codovila… Vos sabés quién era Codovila, ¿no?

Sí, el secretario general del PC.

Sí, bueno, cuando Codovila se fue a Europa y se entrevistó con Togliatti se paró todo. Fue como si se olvidaran de Ingalinella. Qué se yo, pasaron tantas cosas, de la noche a la mañana se empezó a criticar a Stalin y todo se centró en eso. Yo ya no entendía nada, y los mandé al carajo.

(...) nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical
Habíamos acabado con las macetas, ya no quedaba ninguna por remover ni regar, el tiempo detenido en otro tiempo que por un largo instante habíamos recuperado volvía a su fluir inexorable. Mi papá, joven militante comunista, retornaba al lugar de los recuerdos. Ante mí tenía otra vez la imagen de un hombre envejecido que descendía las escaleras arrastrando sus piernas cansadas y enfermas. Bajé la vista para que no descubriera mi tristeza y encontré con la mirada sus mocasines de plástico, ensanchados y usados como chancletas. Sus tobillos vendados asomaban desde aquellos zapatos, que pregonaban la pobreza digna donde había construido su vida.

-V-

Dos meses después volví a Buenos Aires, mi padre había muerto el mismo día que le otorgaban la jubilación, rodeado por la miseria de un hospital público en pleno gobierno menemista.

Mi madre quiso borrar todo lo que le recordara a su marido. Yo, sin poder hacer nada, veía cómo iba amontonando lo que, hasta hacía unos días, había sido parte de mi padre: su escasa ropa, las camisas, los pantalones, los zapatos... Rescaté un pulóver blanco y la americana nueva, los guardé en mi maleta para llevarlos conmigo.

Así, sus escasas pertenencias las cargó en su camioneta un ropavejero. Mamá retuvo la carterita de mano donde llevaba sus papeles personales. Allí descubrí un poema. Un poema donde invitaba a su hermano muerto a rencontrarse con él en el cielo, montando aquel caballo de su infancia provinciana. Pensaba en todo esto una mañana caminando por mi barrio porteño cuando, de pronto, en una esquina vi perdido de su compañero aquel mocasín de plástico que aún conservaba la forma del pie de mi padre, el ropavejero lo había perdido. Ni siquiera me atreví a recogerlo.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La Sombra de La Solapa (primera parte)

Octava epifanía

(Para Gabi)


Hoy, en un local de Caritas donde se amontonaban objetos usados -recortes de vida de tanta gente- encontré un collar hecho con diminutas frutas de cristal; estaba en una caja de latón que alguna vez había contenido turrones de la marca Puig, de Agramunt. Allí, entre botones de nácar, hebillas de metal, artilugios antiguos para máquinas de coser... brillaba el colorido del collar; era idéntico al que llevaba puesto aquella mujer de las gafas de sol. Fue en Buenos Aires y en la  misma época en la que apareció por casa La Solapa.


La Solapa era una sombra detrás del armario. En mi casa poco espacio había para secretos, toda ella se componía de una sola habitación. El día que mi padre trajo a casa La Solapa me dijo, acercándome aquel impermeable oscuro a la cara: “¡Uhhh!, no la toques... es...¡ La Solapaaaahhh!”. Y, luego de martillar un clavo detrás del armario, allí lo colgó.

A veces la espiaba, sobre todo de noche antes de dormir, cuando la luz de la lámpara hacía que las sombras se agigantaran. La Solapa tenía dos sombras, una casi transparente y otra muy oscura.

Acostumbraba a quedarme dormida en la cama de mis padres mientras ellos leían y yo los iba observando hasta que se me cerraban los ojos. El libro de mamá era enorme, y tenía unos dibujos extraños sobre papel brillante. Eran imágenes de palacios aztecas, nobles indígenas y conquistadores españoles; lo recuerdo falto de cubiertas. Años más tarde supe su título: La hija de Moctezuma. El libro de papá sí tenía cubiertas, eran de un azul grisáceo y sobre éste se destacaba recuadrado el perfil de dos hombres. Uno era de rostro anguloso y una frente que se convertía en cabeza, adornada con una prolija barba en punta; al otro, en contraste, le salía el pelo como una ráfaga de viento que se cerraba sobre su frente estrecha; un bigote patriarcal, al que yo asociaba con las raíces de un puerro, escondía su boca.

Una noche, arrebujada entre mis padres –y cuando el sueño ya iba bajando mis párpados mientras recorría con mi mirada las páginas de uno de esos libros que ellos sostenían entre sus manos-, se me ocurrió que las historias que leían se dibujaban en las formas que adquirían los bloques de letras; caminos tortuosos que se abrían de arriba abajo, de abajo arriba, o de izquierda a derecha. Me expliqué entonces que la lectura debería consistir en encontrar los dibujos que conformaban los bloques de letras, en su combinación con los espacios que quedaban entre ellas, de arriba abajo, de izquierda a derecha y viceversa, y así, aprendiendo a ver esos dibujos, iría surgiendo la historia que transcurría en aquellas páginas.

Le expliqué mi descubrimiento a mi madre y ella me prometió que al día siguiente me compraría el libro Upa, con el que los niños argentinos de mi generación aprendimos a leer antes de ser escolarizados. 

Eran imágenes de palacios aztecas, nobles indígenas y conquistadores españoles

(...) el libro Upa, con el que los niños argentinos de mi generación aprendimos a leer

En mi hogar siempre se hablaba de política, y aunque obrera, mi familia no era peronista, a pesar de que en aquellos años casi todos lo eran. Y explico esto porque tiene que ver con la la llegada a casa, una tarde de verano -¿por qué siempre recuerdo mi vida preescolar como un largo verano?– de una mujer que preguntaba por mi padre. Llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, gafas oscuras, cartera negra colgando del brazo. Mi madre le ofreció asiento y un vaso de refresco. Se acomodó, cruzando las piernas, con holgura, bajo una amplia falda estampada.

¿A qué hora vuelve Guillermo? –preguntó mientras abría su bolso y sacaba un cigarrillo, maniobrando con elegancia una pitillera. Tuve la irresistible tentación de morder una de sus uñas, perfectamente rojas, que iban y volvían de la boca a la mesa acompañando al cigarrillo. Echaba el humo torciendo los labios, y de vez en cuando una tosecita ronca acompañaba su respiración.

Tengo un poco de asma –dijo como disculpándose–. El tabaco no me hace bien, pero no puedo dejarlo. Además el clima de Buenos Aires..., tanta humedad. Pero el mes que viene ya vuelvo a Italia. Allí, donde yo vivo, el clima es mejor.

Hablaba en un perfecto castellano, italianizado en el sonido de las jotas y las erres. Me tenía hipnotizada, en aquel momento decidí que cuando fuese grande seria una mujer de gafas oscuras y cartera; no como mi madre, que cuando salía conmigo llevaba un monedero, y las manos vacías cuando lo hacia con mi padre. 

(...) en aquel momento decidí que cuando fuese grande seria una mujer de gafas oscuras y cartera
Mamá escrutaba a la mujer con recelo y envidia, y no pudo contenerse de remarcar el original collar, con diminutas frutas de cristal, que llevaba.

¿Le gusta?, es de Murano– dijo mientras miraba su reloj pulsera con impaciencia. Finalmente se puso de pié y sacando del bolso un paquete agregó:

Esto es para que Guillermo, se lo entregue a Sonni. Salude de mi parte a su marido, y dígale que ya les enviaré una postal cuando llegue a Milán. -Se fue dejando en la pieza olor a tabaco y maquillaje.

No nos atrevimos a abrir el paquete porque era para Sonni, un compañero de trabajo de mi padre. Si la mujer le hubiese dicho: "es para Guillermo", inmediatamente hubiéramos sabido su contenido.

Aquella noche era tarde y papá no llegaba. Preocupada por el retraso, mi madre me sacó de la cama, y casi arrastrándome, me llevó hasta la casa de Sonni. Salió a recibirnos Clara, su mujer, también militante del Partido.

¡Sonni, Ambrogno, y Guillermo están presos! –dijo mientras nos empujaba hacia dentro, cerrando la puerta apresuradamente. –Recién se fue Merelle, él me avisó, me dijo que iba hacia tu casa.
Pero, ¿qué hicieron?
¡Y yo qué sé!, Me dijo Merelle que están en la Sección Especial, ya sabés, donde llevan a los comunistas a molerlos a palos y a ponerles la picana eléctrica. Y Clara empezó a sollozar.

Mamá, haciéndose la valiente o quizás porque ya en aquella época había comenzado a aprender a distanciarse de la vida que llevaba mi padre, contestó con un:

Bueno, no será para tanto.
Sí, sí, que es para tanto. Luisa, ¡hay que ir a buscarlos, a decirles que los larguen, que ellos no han hecho nada malo! Porque no deben haber hecho nada malo, son unos pobres pelotudos... ¿Qué pueden haber hecho? Seguro que una volanteada, ¿qué más? Al menos que quede constancia de que los familiares saben que están allí. Eso es importante. Merelle dijo que iría a avisar al abogado del Partido.

Mi madre entonces deslizó el paquete misterioso en manos de Clara. Al abrirlo se encontraron con una pistola, como las que salían en las películas de vaqueros pero más cuadrada, más negra y más pesada; al menos es la impresión que a mí me dio.

Las mujeres se quedaron mudas. Clara, nerviosa, la escondió en el ropero disimulada entre las sábanas. Luego salieron en busca de sus maridos hacia aquel lugar que a mí me sonaba tan enigmático: la Sección Especial.

Aquella noche me quedé a dormir en casa de Clara, arrullada en los brazos de su suegra, una señora de piel muy arrugada y muy suave que olía a talco. Antes de cerrar los ojos vi que, escondida detrás de una puerta, se asomaba, tímida, una tortuga. Recuerdo que mi madre me amenazaba, ante mi negativa sistemática a bañarme, con que me convertiría en tortuga, como aquella que estaba en casa de Clara y Sonni. Ya que aquel animal cascarudo, según la historia que ella me relataba, había sido una niña -la única hija de esa pareja amiga, quien, como yo, lloraba a moco tendido cada vez que su madre intentaba darle un baño. Así, la acumulación de mugre sobre su cuerpecito se fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en la capa córnea de una tortuga. Me gustaba la historia porque sabía que no era cierta, pero explicaba el protagonismo que aquel animal, tan discreto, tenia en esa casa, y el cariño que todos le profesaban.

(...) aquel animal cascarudo, según la historia que ella me relataba, había sido una niña.



continuará
   

sábado, 2 de noviembre de 2013

Irene Castells: Els rebomboris del pa a Barcelona en 1789


Uno de los estudios más completos sobre las causas económicas que desencadenan las revueltas del pan en Barcelona el día 28 de febrero de 1789.

Irene Castells hace hincapié en la problemática originada, por una parte, en la mala cosecha del año 1788 que produce la escasez de grano en toda Europa; pero también, y en no menor medida, por los cambios producidos a raíz de la implantación del libre comercio y de transporte de cereal (Carlos III, 1765) en toda España y la combinación con políticas proteccionistas propias del Antiguo Régimen. Ambos propiciatorios de un mercado especulativo, combinado con el cobro de altas tasas de circulación en determinadas regiones, lo que llevó al enriquecimiento de mercaderes y comerciantes, debido, en gran parte, al aumento del precio del trigo. La consecuencia inmediata de esta coyuntura fue el aumento del precio del pan, que en una economía precaria y de apenas subsistencia que padecían las clases populares, significaba la hambruna generalizada para estas clases.

Ernesto de la Cárcova (Buenos Aires 1826-1927): Sin pan y sin trabajo, 1892-93
Leer el ensayo de Irene Castells aquí.

miércoles, 23 de octubre de 2013

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (segunda parte)

Séptima epifanía

(primera parte aquí)

Me quedé detenida sin animarme a bajar las escaleras, no veía el final de ellas y tuve miedo. Entonces busqué el mechero en el fondo de mi bolso, intentando dar luz a ese espacio desconocido que se abría ante mis pies. Bajé a tientas y di con una puerta formada por paneles de cristales opacos. El tango seguía: Esta noche amiga mía el alcohol nos ha embriagado que me importa que nos miren y nos llamen los mareados. Giré el picaporte y ante mí se abrió un espacio iluminado por una luz tenue que envolvía a los que por allí deambulaban. Al fondo, una barra de bar hecha con listones de madera de dos tonos y cubierta por una encimera de formica roja. Pensé que había perdurado intacta desde los años cincuenta o sesenta, igual que las mesas, de patas delgadas y abiertas, que se distribuían siguiendo un banco corrido, forrado de plástico también rojo. Un gran espejo, al fondo, duplicaba el espacio.

Parejas enlazadas seguían apasionadamente el ritmo de los tangos. Busqué con la mirada a mi hombre. Distinguí su figura sentada frente a una copa que acababan de servirle. Me acerqué a la barra, desde allí podía observar mejor su imperturbable gesto de pasmado feliz.

Supe enseguida que aquel lugar no era para una mujer sola y menos para quien no sabía bailar tangos. Charo de Nualart me había hablado de sitios así donde ella, burguesa y excéntrica, se escapaba a bailar cuando su marido estaba de viaje, lo cual sucedía dos o tres veces por semana. Charo era una experta en esa danza.

Mis fantasías eróticas nunca habían peregrinado hacia los brazos de esporádicos acompañantes que me hicieran girar durante los tres minutos que dura un baile. Pero sobre todo, y a pesar de que la música y las letras de los tangos me entusiasmaban, el aprender a bailar dejó de interesarme cuando me di cuenta que la práctica de esta danza era como una militancia política. Había que dedicarle tiempo, entusiasmo y devoción. Y yo desde hacía años huía de las fidelidades, me había aburrido durante demasiado tiempo practicándolas. Pensaba en todo eso mientras bebía la cerveza que un camarero de pajarita negra me había servido. Tenía mucha sed y no sabía qué estaba haciendo allí, así que pedí una segunda vuelta. Repasé una por una las parejas que evolucionaban por la pista de baile, no eran ni viejos ni jóvenes, eran tal como yo veía a los mayores -mis padres, mis tíos- cuando era pequeña. Todas las mujeres llevaban faldas y tacones altos, todos los hombres americanas y corbatas.

Yo desentonaba con mis botas de suela de goma y tejanos, pero nadie parecía mirarme y tampoco me importaba. Él seguía con su mismo gesto de lejana beatitud apurando una copa que parecía inagotable.

Una mujer se acercó a la barra, estaba también sola. Llevaba el pelo crepado, duro de laca, y la mitad de sus grandes senos asomaban desde el escote de un vestido estampado. Me preguntó si era la primera vez que iba allí, pues ella nunca me había visto. Le respondí que sí.


-Acá todos nos conocemos, ¿sabés? ¿Y vos viniste sola o esperás a alguien?
-Vengo detrás de ese -respondí como bromeando, mientras señalaba a mi hombre.
-¿Ese?, ¡¿qué le viste?! Tiene fama de raro -agregó en tono confidencial, acercándose a mí tanto que olí la laca dulzona con la que había rociado su peinado. -Habla poco, y solo baila cuando ponen los tangos de D’Arienzo, será por lo de “El Rey del compás”. En Argentina a D’Arienzo le decimos “El Rey del compás”, y como a ese parece que le falta el alma a lo mejor necesita que alguien se la sople desde afuera. Con D’Arienzo nadie se resiste. Muchos prefieren bailar con Pugliese, es más intelectual, demasiado difícil para mi gusto, che. Así que vos y ese tipo…
-¿Y tú con quién bailas? -pregunté interrumpiéndola, pues no quería tener que explicarle la ridícula historia que me había llevado hasta allí.
-A mí me gusta el tango clásico. Vengo a bailar sola todos los sábados desde hace mucho tiempo-. Acabó la frase mirándome de reojo mientras encendía un cigarrillo que dispuso en la punta de una boquilla negra con estrellitas plateadas.

La música invadió de nuevo el local, esta vez el compás era marcado por un ritmo sincopado, tango también pero más ligero, más vibrante.

-Ahí tenés a D’Arienzo, ahora vas a ver bailar a tu tipo -me dijo la mujer, codeándome para que girara la cabeza y que no me perdiera el anunciado espectáculo.

Entonces vi al caballero nocturno hacerle un gesto casi imperceptible de invitación al baile a una mujer. Ella le respondió bajando sus ojos, enmarcados por los finos arcos de unas cejas delineadas con lápiz. Los dos se pusieron de pie y se encontraron en la pista de baile. Él bailaba casi sin rozar el cuerpo de su compañera, pero los dos parecían haber ensayado sus pasos infinitas veces. Vi los pies pequeños de la mujer, calzados con sandalias de tacón que presionaban un empeine regordete, girar airosos siguiendo los zapatos brillantes y acordonados del bailarín.

-¿Cómo hacían para saber cuando había que cruzar los pies, avanzar, esperar a la pirueta, arremeter con el compás? -pregunté a la mujer que tenía a mi lado
-Si querés te enseño –respondió decidida.
-Esto no es una verbena, aquí las mujeres no bailan entre ellas. Los roles están tan marcados. Los hombres tan hombres, las mujeres tan mujeres, si parece todo de otra época.
-¿Qué época? Acá siempre es así. Pero sólo hay una excepción, yo. Yo sólo bailo con mujeres.
Solo atiné a decir -¡Ah! -mientras ella continuó:
- Ya están acostumbrados a verme bailar con mujeres, todos saben que en el tango solo puedo llevar, no me sale el dejarme llevar. Me acostumbré así… A veces, siento que bailando me convierto en un varón.
-Pues, no se nota- dije estúpidamente mientras miraba sus enormes senos que pugnaban por escapar de su vestido ajustado.
Y entonces me cogió de la mano y con un enérgico -¡Vamos!- me llevó hacia la pista.
-Vos sólo seguí lo que mi mano en tu cintura te indique -me aconsejó.
Y entonces no sé si fue por efecto del alcohol, la música o el arte de aquella mujer que sentí que podía bailar, a pesar de que la suela de goma de mis botas hacía bastante difícil arrastrar mis pies, como se requería. Pero todo inconveniente era salvado porque la música de “El Rey del compás” se había metido en mi cuerpo, y ya nada me importaba más que hacerla salir en forma de exactos movimientos.

Seguí bailando hasta que D’Arienzo se agotó, entonces le sucedieron otros tangos con letras nostálgicas. La gente volvió a sus mesas y a encargar bebidas.

Volví a ocupar el lugar que tenía junto a mi acompañante. Y desde allí, observando a ese hombre que, ajeno a todo, me había llevado hasta ese rincón del Carmelo, pensé que quería tenerlo cerca, olerlo de nuevo.

-Hace mucho que viene por aquí –pregunté a mi maestra de tango, señalándolo.
-Dale con el muñeco -me respondió -¿No te das cuenta que es como un muerto? Sólo invita a bailar a quien se le pone enfrente, no busca con la mirada, a él lo encuentran. Vos también lo encontraste, ¿no es cierto?

Era cierto lo había encontrado, pero, ¿para qué?, ¿por qué? Si lograba bailar con él quizás lo sabría.

Fui en busca de su mirada, me senté en una mesa frente a él. Había que esperar otra vez que la música de D’Arienzo lo motivara ¿Cuánto tiempo pasó? No sé. El ambiente se volvía más espeso, mucho humo y movimientos extraños de idas y venidas a los lavabos. Se lo hice notar a mi acompañante que me había seguido hasta la mesa.
-Parece que por aquí la cerveza provoca ríos -dije chistosa y señalando el tráfico de idas y venidas que atravesaban las puertas de los lavabos. Ambas pintadas de color beige amarillento y donde para diferenciarlas habían mal dibujado unos labios pintados en una y un sombrero de copa en la otra. Inocentes objetos que, seguramente sin intención expresa, remitían a una manifiesta simbología genital. Entonces me llegó diferida la respuesta de la mujer que tenía a mi lado.

-No es la cerveza, es coca. Un nariguetazo y bailan toda la noche, frescos como lechugas.
-¿Y tú también?
-Avisá piba, yo no me quiero morir joven. Mirá, ¿ves aquellos de pie en la esquina de la barra? Son polis, ellos son los que la traen y la reparten. Y después dicen que con Franco se acabó la juerga.
- Pero Franco murió hace ya años…
- Nena, ¿qué te pasa, la cerveza se fue al cerebro? ¿Desde cuándo Franco está muerto?
- Quizá, cuando sucedió tú estabas en Argentina, pero si fuera así…

Y continué con un discurso sobre las posibilidades que había para que esa mujer hubiese permanecido, durante años, ignorante de la muerte de Franco.
Ella ya no me respondió y yo acabé pensado que, tal vez, fuera una de esos rezagados añorantes del Caudillo que aún pensaban que volvería, si no él en persona sí sus ideales…Y entonces, comencé a desconfiar. ¿Quién era en realidad? ¿Y si formaba parte de esa red de siniestros personajes llegados durante la última dictadura militar argentina para delatar exiliados?

Ella, ajena al devenir de mis pensamientos, miraba con atención la pista de baile y fumaba muy despacio, echando el humo en forma de nubecitas. Mientras tanto el hombre que me había llevado hasta allí, tal como lo anunciara la argentina, no había vuelto a bailar. Permanecía inmóvil, con los dedos de su única mano rígidos sobre la mesa, el índice señalando algo y los otros dedos retraídos.

Ya de madrugada, cuando muchas parejas se habían ido y otras se miraban intensamente a los ojos, volvió a sonar la música de D’Arienzo. Entonces, me puse delante de la línea de visión de mi hombre. Y cuando cabeceó supe que era a mí a quien dirigía la señal. Cerré los ojos asintiendo y acompañando este gesto con un leve movimiento de cabeza hacia abajo. Y fui hasta la pista, allí nos encontramos. Vi de cerca su cara lisa y brillante y su pequeño y negrísimo bigote asardinado. Sentí su única mano posarse apenas sobre mi cintura. Yo busqué la ausencia de la otra y allí, donde ésta debía comenzar, me así a un costurón de carne que ofrecía al tacto la experiencia de una forma nueva que contenía toda la sensualidad de la repulsión. Al principio lo rocé con delicadeza, pero cuando  su única mano indicó a mi cuerpo lo que debía hacer, sujeté decidida aquella otra forma cálida dibujada con los relieves de una antigua herida. Y como si me viese en una película, supe que mis pasos se correspondían exactamente con los suyos, y fue entonces cuando me dijo:
- No te preocupes, lo estás haciendo bien.

No volví a oír su voz y no pude distinguir su acento. Era una voz plana, anodina, que me había llegado como desde un interior vacío. Pero el olor a menta, tabaco y azahar de los hombres de mi infancia volvió a mí, mezclado con esa pizca de humedad que exhalaba su traje.

¿Con qué medida expresar el tiempo en el que me dejé llevar por el extraordinario caballero de mano ausente y mirada vidriosa? Cuando la música acabó me acompañó hasta mi mesa, y al dejarme imitó una pequeña reverencia, se acomodó la americana y dio media vuelta. Cruzó la pista y le vi buscar la puerta de salida.

La argentina también se había ido. Miré mi reloj, se había detenido a las diez de la noche. Al salir del local respiré hondo, la media luz de la mañana y el frío me sorprendieron. Tenía sueño, mucho sueño y ganas de volver a casa.
Al pasar por la boca del metro de Horta le vi otra vez, mi hombre caballeroso bajaba las escaleras. Y seguí nuevamente sus pasos como una sonámbula.

¿A dónde quería llegar? Sabía que todo había acabado, y estaba casi segura de que en cualquier momento se desharía en el aire convertido en humo, en el mismo humo que había exhalado la fumadora argentina que esa noche me había acompañado. Hice el gesto de bajar yo también las escaleras, pero el cansancio y lo ridículo de mi situación me vencieron y continué mi camino alejándome hacia la plaza Ibiza.

Cuando llegué a casa me eché en el sofá y allí mismo comencé el relato de esta historia hasta que el sueño acabó con mi conciencia.

Días después, la obligación de entregar uno de mis trabajos a una agencia que tenía su sede casi al final de la calle Hospital condujo mis pasos hasta la tienda de “Ropa para el caballero elegante. Ropa Deportiva y de trabajo. RIUS s.a.”. La misma tienda cuyos maniquíes habían llenado de terror mis paseos infantiles por aquella misma calle. Me detuve allí atraída por lo que antes había sido repulsión. 

Sastrería fotografiada por Francesc Català Roca
La tienda festejaba su ochenta aniversario y como repaso de su historia habían dispuesto, enmarcados en metal, varios recortes de periódicos que hacían alusión a ella. Entre éstos uno que anunciaba la próxima inauguración para el mes de septiembre de 1912; otro en el que el marqués de Comillas aparecía fotografiado comprando en la tienda, en junio de 1927. Y fechado el 11 de mayo de 1964, el viaje del señor Rius -hijo del fundador de la empresa- a Buenos Aires, donde inauguraba una sucursal. A su lado la señora Rius, originaria de la ciudad del Río de la Plata, reía a la cámara mostrando su generosa pechuga que escapaba del escote de un vestido ajustado. Entre sus dedos sostenía, con gesto descarado, una boquilla en cuya punta humeaba un cigarrillo. Confundida por la coincidencia que me remontaba a la extraña noche vivida en el Carmelo, busqué una respuesta en los maniquíes que seguían sonriendo, y advertí entonces que una mano se había desprendido de uno de ellos, el más alto, el de pelo negro y bigotitos asardinados.   

sábado, 19 de octubre de 2013

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (primera parte)

Séptima epifanía


(Para Carlos Moreira)

Algo pasó aquella noche que alteró la lógica de todas las convenciones, incluso aquella por la que creemos que el tiempo es unidireccional y que a noviembre le sucederá, inexorablemente, diciembre.

Meses después, cuando quise volver a recordarlo, busqué en mi agenda lo que allí creía haber escrito. Estaba segura que durante todo el mes de diciembre había ido anotando mis citas dejando atrás un largo relato; éste comenzaba en una página correspondiente a los finales de noviembre y acababa en octubre, lo había escrito utilizando las páginas al revés para no estropear los espacios dedicados a los días que vendrían. La agenda estaba olvidada en un cajón junto a otros papeles. La abrí, y en el mes de noviembre no había nada que no fuesen las anotaciones normales. Citas con médicos, con mis amigas, fechas de entrega de trabajos, el día en el que realicé el último viaje con mi ex marido, entrevistas con abogados. Hoy me dispongo a rehacer, con lo que queda en mi memoria, aquella noche.


Creo que los fantasmas salen a nuestro encuentro de los lugares más inesperados. Este estaba a punto de cruzar la calle en la confluencia de Tajo y Fulton, dando la espalda a la gasolinera. Detenidos él y yo por la luz roja del semáforo, nos separaba el ancho de la calle y el tráfico. Volví a mi infancia contemplándolo. Alto y con los hombros y la cabeza ligeramente hacia delante. Cuando el semáforo dio paso a los peatones lo vi venir hacia mí, sus brazos separados del cuerpo se movían acompasados, me llamó la atención el gesto de una de sus manos con el índice apuntando hacia afuera y el mayor con el pulgar formando una o, gesto que remarcaba con mayor intensidad la ausencia de su otra mano. Su cara redonda y las mejillas afeitadas, brillantes y lisas. Destacaban sobre sus labios unos finos bigotes dispuestos en ángulo como dos sardinitas, tan negros como su pelo. Vestía una impecable americana a cuadros, camisa blanca y corbata oscura. El gesto extraño, que describí como de “andar inmóvil”, me recordó a los maniquíes antiguos. Ellos habían sido el terror de mi infancia. Mi padre se veía obligado a protegerme entre sus brazos cada vez que los veía detrás de los cristales de una sastrería, ordenados y siempre sonrientes, exhibiendo los trajes que estaban a la venta.

Pensé que ese hombre que venía hacia mí compartía con aquellos muñecos, a los que ya no temía y hasta había olvidado, un aire de “caballerosa deferencia”. La esquemática sonrisa, el gesto como de “ceder el paso a las damas” que a la vez indicaba un orgullo masculino estereotipado, todo esto irradiaba desde lo alto de su mirada. “Tiene algo también que me recuerda a mi difunto tío Héctor”, concluí.

Mi tío nos visitaba los fines de semana, ingresaba al salón luego de atravesar el marco de la puerta, ante el que debía inclinarse para no toparse con él. Antes de irse me ofrecía un billete pequeño -“para caramelos”- que siempre olía bien, como mi tío, como aquellos hombres antiguos con olor a azahar, tabaco y pastillas de menta.

Cuando el hombre que observaba llegó al fin a cruzarse conmigo, percibí ese olor inconfundible, el mismo de mi tío, si bien es cierto que mezclado también con un dejo de humedad. Seguí mi camino en sentido opuesto al que el hombre llevaba. Cuando alcancé la acera giré para volver a mirarlo, se destacaba entre los paseantes que ese sábado a la noche circulaban por las inmediaciones del cine Lauren. Y movida por un impulso inexplicable olvidé mis planes de feliz y recién estrenada soledad de divorciada y atravesé nuevamente la calle, esta vez en sentido contrario, dispuesta a seguir a aquel “caballero”. Creo que entonces dejé de pensar rectamente, dejándome llevar como una sonámbula detrás de ese personaje familiar y algo siniestro.

No me fue difícil ir detrás de él sin que lo advirtiera, el Paseo Maragall estaba lleno de familias con niños que se acercaban al cine que anunciaba el estreno de Harry Potter. Lo vi detenerse ante un kiosco y comprar pastillas de menta. Luego giró siguiendo Llobregós hacia arriba. Entonces dudé si continuar con mi juego. Conocía bien esa calle de largos paredones con grafittis, iba a ser un paseo por lo ya conocido, el recorrido del autobús, el 39. Por allí nada puede suceder, me dije. Pero la noche era clara, el cielo estrellado, y seguí caminando mientras pensaba en lo idiota de mi juego. Quizás aquel hombre detendría sus pasos ante una de esas casitas rurales que aún perduran en esa parte del barrio, allí viviría su madre. Y él cada sábado volvería a visitarla, eso era todo.

Pero no fue así, pasamos los paredones y las casitas y al fin llegamos a la Rambla del Carmelo. Y continué detrás de él, que marchaba seguro, internándose entonces hacia las más empinadas calles de este barrio. Allí donde los edificios hunden sus plantas bajas a dos o tres pisos bajo el nivel de la acera, edificios de desordenado urbanismo y de factura barata que se pierden entre escaleras y pasajes estrechos. Habíamos dejado atrás las calles animadas del centro de Horta. Llegaba a mí desde las ventanas abiertas el ruido de los platos que se disponen sobre la mesa, la televisión vociferante, el llanto de un niño… la vida familiar que se escurría, nada más. Y así, acera tras acera, iba yo jadeante por el esfuerzo de seguir los largos pasos de quien me precedía en la geografía irregular de ese barrio proletario.


Pero a la altura de la calle Pasarell algo cambió. Un murmullo humano subió desde los bajos de un edificio y fue ocupando el aire con insistencia, aunque fue interrumpido de pronto por la cadenciosa música de un tango. El hombre se alejó de mi vista bajando unas escaleras que se internaban en la oscuridad y fue absorbido por el compás del tango que entonces oí con nitidez, Los mareados: “Hoy vas entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida…”

Conozco bien los tangos más famosos. Conservo de mi familia una colección de discos de pasta. Me atrae de ellos la melancolía que surge del sonido de la aguja arrastrándose sobre la mágica esfera negra que desgrana relatos de amores imposibles, hombres abandonados y muchachas engañadas.


continuará...